En cada visita, ella siempre tenía algo en su bolso para nosotros. Un tesoro bien guardado, en general envuelto en una bolsa de nylon, que en el momento menos esperado era develado.
Ella ama los perros y creo que de ahí viene mi devoción por ellos. Cuando mis padres no me dejaban tener uno, me prestaba a su dulce Julieta, una pekinés blanca y negra, para estrujarla contra mi pecho.
Ella siempre estaba parada un poco detrás de mi abuelo, retándolo, callándolo. Su papel de caramelo, su caramelo.
Ella con su caminar suave y sus hombros un poco encorvados. Su cabellera de virulana color miel. Su obsesión por hacerse la permanente.
Sé que ya no podés hablar, que tal vez nunca vuelva a escucharte, pero en mis recuerdos resuena tu voz de silbido azucarado.
¿Cómo hago para guardar en mi frágil memoria el sabor de tus caricias con forma de golosina y buñuelos de espinaca?
Explicame cómo hago para sacarte de esa cama, volver a tu huerta y confesarte que era yo la que te robaba esos pequeños bombones rojos con semillas amarillas de la planta.
Dale abuela, ya es hora, abrí la cartera y danos el tesoro.
(A Elsa)