Coronaleaks: diarios íntimos de la cuarentena (Segunda entrega )

El mes pasado, abrimos los diarios íntimos de la cuarentena. Este mes, hacemos una segunda entrega más escritos. A casi 90 días del aislamiento social, preventivo y obligatorio en Argentina, los diarios íntimos ahora hablan sobre crisis amorosas, los riesgos de viajar sola en tren, el efecto de dejar de ver noticieros y qué pasará cuando todo esto termine


Diario 1

No recomiendan tomar decisiones importantes en estos tiempos

por Flora Otaño Ezcurra

Tuve una pesadilla y culpé a la valeriana. Pensé en no volver a tomar esas capsulitas de mierda. Le cuento a Gastón que encima de ansiosa ahora desperté estresada.

—Son placebos, Laura, no te hacen nada bueno ni nada malo.

No le contesto.

—¿Qué soñaste?

Ahora no lo quiero contar, quizás más tarde.

Pongo la pava al fuego y me siento con la computadora en el escritorio a esperar. Escucho la radio, leo mails y lo que escriben en los grupos de whatsapp, me aburro y le escribo a Rita lo boludos que me parecen todos nuestros compañeros en esta empresa. A ellos les contesto con jajás. Rita responde que sí, pero que qué intolerante soy yo.

—Soñé con mi abuela.

—¿Y qué pasaba?

—No me acuerdo, pero me desperté sintiéndome mal, así que algo malo.

—Entro en reunión, avisa.  Es la manera cordial de Gastón de pedirme que desaparezca.

Apago la hornalla en la cocina y tomo mates sobre la mesada. Prendo un pucho. Siempre quise trabajar desde casa pero ahora no estoy tan segura de que me guste. Le escribo a Rita otra vez, le digo que no sé cómo dejar de ser intolerante.

—Yo tampoco, Lau.

—Bueno.

Gastón grita desde el living-comedor-oficina que ya terminó la reunión. Recuerdo que yo propuse un monoambiente cuando empezamos a ver alquileres juntos y agradezco haber perdido esa batalla: ya nos vemos la cara bastante más de lo que quisiéramos en nuestro dos ambientes.

—Qué olor a pucho, Laura, la puta madre.

—Dejame en paz, amor.

No sé cuándo dejamos de tratarnos bien ni tampoco cuándo dejó de importarme. Los días transcurren distintos a como eran antes aunque iguales entre sí. Gastón es por momentos mi mejor amigo y por otros el peor pelotudo sobre el planeta: es que es el único para todo. Antes, cuando no nos soportábamos y vivíamos en la normalidad, fantaseaba con cortar e irme de viaje por Australia. Aprender surf o yoga, conectar con la naturaleza o el primer mundo, que me hagan Reiki y eructen; y entonces pensar en Gastón y extrañarlo, querer contarle del Reiki y los eructos y que nos riamos de que gasté plata para que me eructaran la cara, pero ahora no tengo ni esa fantasía. Si me decidiera dejarlo, mis opciones fueron reducidas a volver a casa de mis viejos donde no tendría cuarto propio, o alquilar ese monoambiente por el que tanto peleé meses atrás y vivir bajos las consecuencias de un único sueldo mínimo.

En la radio dicen que no recomiendan tomar decisiones importantes en estos tiempos.

Gastón tiene horas de reuniones online y lo escucho hablar, reír, tomar decisiones. Yo no atiendo cuando alguien del trabajo llama y después invento excusas. Me escribe mi hermana contando que quisieron echarla. La llamo.

—Les dije que no, que de ninguna manera, que yo les rindo super bien y que se están

equivocando. Que saben que cuando pase todo esto me pongo al día enseguida, que no les conviene.

—¿Y qué te respondieron?

—Que tengo razón, boluda, y no me rajaron.

Pienso en la suerte en la desgracia.

Gastón sigue en reunión así que almuerzo sola en el living que es ahora comedor y miro una serie. El mundo fue puesto en pausa pero a mí el pulso me corre a mil. Solo puedo detener la ansiedad con tabaco, que me ablanda y deja floja porque no acostumbraba fumar antes de esto, pero los cambios trajeron más cambios.

Por estos días el trato que mantenemos Gastón y yo también mutó y pasó a ser uno cauteloso. Somos dos lobos de distintas manadas que se miran con desconfianza y miden el hacer del otro, por si acaso decidiera atacar. Termino de comer, lavo los platos y vuelvo al comedor que es ahora mi oficina. Me aburro enseguida de mis tareas contables y empiezo a abrir pestañas: juegos, diarios online, series, blogs. No quiero volver a la oficina ni a muchísimos fragmentos de mi rutina, aunque me sorprendo cada tanto necesitando ser parte del afuera.

Extraño a mis amigas. Hace días que Gastón me resulta hostil y distante, aunque puede que su distancia sea lo que me resulta hostil. Cuando comenta sobre algo, lo que sea, empieza con una pequeña crítica, como hace su padre. Pienso que estoy saliendo con su padre. No soporto a su padre.

Veo cosas nuevas de Gastón, de nuestra relación, pero también mías: pienso demasiado en Gastón y en nuestra relación.

Bajo a comprar más cigarrillos. El kiosquero me pregunta cuáles quiero.

—No se, Phillip Morris.

—De cuánto.

—De cuánto qué.

—El paquete.

—Ah, no sé. El que traiga menos.

—De diez.

—Eso. Es que no fumo.

—Ay, linda, no te quiero vender si me decís eso -imposta lo que intenta ser un gesto de ternura.

—Eso es mentira. Dámelos, por favor.

El rechazo fluye, ahora sí, en su rostro. Pago y me voy.

Entrando al edificio, Jorge el portero me pregunta qué tal Once. ¿Once?, pregunto. Sí, afuera, cómo anda el barrio. Le digo que esto es Balvanera. Balvanera es Once, dice. Balvanera es Congreso, digo. Ambos dudamos por un instante. Uso Google como referí y respondo: Once es Balvanera, pero Balvanera no es Once. Él parece perder el interés y vuelve a sus asuntos de encargado. Subo al departamento. Pienso que el afuera es agotador.

Todas las tardes cocino recetas con harinas y después fumo mirando el atardecer. Fui cambiando de ventana pero Gastón me descubre en todas, no puedo huir de él ni de sus comentarios cada vez que prendo un pucho. Las nubes pasan rápidas en el cielo, que muta de color hasta apagarse. Veo otro día rendirse desde la ventana. Dicen que la naturaleza avanza sobre nuestro vacío, pero el cielo de Balvanera sigue opaco desde donde lo miro. Termino el pucho, entro al living comedor escritorio y bajo la persiana: aprieto el aislamiento, lo profundizo.

Beso a Gastón y me voy a acostar.

Qué olor a pucho, Laura , escucho a lo lejos.


Diario 2

Moebius: Vigésimo día

por Micaela Ruiz

La cuarentena se extendió un mes más. Las cadenas hoteleras ya plantearon que las vacaciones de inviernos son una causa perdida. Algunos municipios, donde no hay casos de contagio, van a poder volver a un aparente ritmo normal, pero como domos: nadie sale, ni entra. Alguien me aseguró que no nos van a dejar salir hasta la primavera. Al principio no quise creerle. Pero cada día que pasa me resigno más y le doy la razón a sus augurios, muy a mi pesar… Me gustaría poder verla. 

Mis compañeros de departamento cayeron en la cuenta de que con cada comunicado el confinamiento se seguirá extendiendo, como una cinta de moebius infinita, sin pliegues ni dobleces. Nos seguimos turnando para salir a hacer las compras y soy la única que circula más allá del barrio. Así que ahora me preguntan reiteradas veces cómo sigue afuera, cada vez que llego a casa. Si hay más personas circulado, si todos usan los guantes de latex y barbijos caseros ridículos creados al mejor estilo Art Attack. Porque los de las farmacias pasaron a ser artículos de lujo. 

Siento que cada vez que voy y vuelvo del trabajo, es como si descendiera al inframundo. Para evitar un poco el bajón por el encierro, mi compañera propuso hacer actividades juntos, charlar más en vez de cada uno estar encerrado en su cuarto con la computadora, abastecernos de cerveza con periodicidad y cocinar cosas ricas desafiando la gordofobia imperante a nivel discursivo que muchos ya no pueden disimular.

En esa sintonía, nos propuso un picnic de pascua en la terraza. Cocinó hamburguesas vegetas. Llevamos una lona, almohadones, música y lentes oscuros. Pasamos la siesta panza arriba mirando el cielo celeste, limpio de nubes. Cuando llegamos, había tres mujeres adictas al sol y piel dorada que evidentemente se conocen desde siempre. Cuando mis compañeros bajaron al departamento y yo me quedé con ellas, improvisaron y me invitaron a una clase de elongación apta para la tercera edad que me dejó de cama.

Viajar totalmente sola

Ya me acostumbré a los controles y a viajar sola en los vagones. Me la paso con la vista perdida a través de las ventanas, mirando cómo las palomas se meten y andan dando vueltas dueñas de los andenes y asientos, buscando restos de algo para comer. Volando de un lado a otro cuando las puertas del vagón se cierran. Lo que al principio parecía una expedición por los escenarios de The Walking Dead, con el paso de las semanas se me naturalizó y dejó paso al cansancio, a dormir como siempre entre cada combinación y la inquietud por andar sola. Totalmente sola.

Cuando a veces me cruzo con otros los observo descaradamente. Nadie saluda, nadie habla. Los transportes públicos están silenciosos. Ya nadie pasa ni pidiendo limosnas ni vendiendo nada. Los artistas callejeros ya no existen y la gente que por lo general duerme en las calles parece que fue barrida del mapa. Todo permanece tenso. Las caras se ven serias, cansadas. Hace ya una semana que solo veo ojos, cejas arqueadas o ceños preocupados como toda expresión facial. Nos vedaron las sonrisas cómplices. Todo queda guardado debajo de los barbijos. Cuando todo esto termine tendremos tal vez una gran reserva de sonrisas y carcajadas. Por ahora lo mejor es no mostrarlas.

Vigesimoquinto día: dejé de ver noticieros.

El incremento de casos de violencia de género y femicidios donde los asesinatos empezaron a viralizarse porque muchas fueron obligadas a estar encerradas con sus agresores, me dan pesadillas. Pero no consumir telebasura no me dejó por fuera de la realidad. Antes de llegar a mi trabajo, la primera semana, me encontré con una adolescente llorando, pidiendo ayuda. Se aferraba a los barrotes de una casa, rogándole al hombre que estaba adentro y que apenas había entornado la puerta que llamara a la policía. Pensé que tal vez la habían echado de su casa. En una milésima de segundos pensé mil cosas peores también. Pero al acercarme, manteniendo la prudente distancia de un metro y medio a pesar de querer abrazarla para aplacar su angustia, entre sollozos me explicó que le acababan de robar el auto y el celular. Cuando le dije que viniera conmigo, que yo trabajaba a media cuadra, que podíamos llamar desde ahí, el hombre se apresuró a gritarle de nuevo que se fuera y cerrar la puerta con llave. Le deseé internamente el triple de miedo y dolor del que tenía la piba. 

Días después, esperando en el andén, aburrida del libro que hace mil siglos que llevo en la mochila y no puedo terminar porque me desconcentro con cualquier cosa, levanté la vista. Al frente el tren que va hacia Lemos acababa de frenar. Iba vacío. Solo había una ventana abierta justo frente mío, con la persiana baja hasta la mitad. No veo bien de lejos así que tardé en entender que lo que estaba mirando era el torso de un tipo asomado a la ventana que con total impunidad se estaba haciendo una paja. Tardé tanto en asimilar lo que veía que cuando reaccioné el tren ya había arrancado, el tipo se había guardado la pija y yo me quedé ahí, con una mezcla de impotencia, bronca y asco, sintiéndome por primera vez en todo este contexto vulnerable y con miedo.

Al mirar alrededor, vi a un policía esperando el mismo tren que yo, boludeando con el celular. Nunca supe si lo había visto y se hizo el gil o simplemente no lo notó. Desde entonces volví a caminar con cuidado, a no tomar atajos hasta casa y evitar volver después del atardecer. Ni todas las historias de ciencia ficción y terror que consumo me dieron tanta aversión e incomodidad como esa simple secuencia, tan violenta como indescriptible. Tan simple. Tan síntesis de lo que se silencia desde siempre. De lo que vivimos a diario.

La vacuna

En varias partes del mundo, son muchos los laboratorios buscando una vacuna que nos salve y reestablezca el status quo de la realidad que conocíamos. Ya nadie habla de la deuda externa, ni la suba del dólar. Todo el foco está puesto en el desabastecimiento de hospitales y la amenaza del arribo de la curva. Hace un par de días ,unos médicos franceses postularon a África como el mejor candidato para las pruebas, creando un gran montaje global en las redes sociales. Parece que algunos recién ahora, en pleno siglo XXI, se enteraran que los llamados “tercer mundo” somos materia de experimentación de las farmacéuticas desde hace siglos. Sea como sea, en el amor y la guerra todo se vale. Sobre todo si los costos vitales son ajenos.

Cada vez escribo más como forma de evasión y autopreservación. Trato de no perder comunicación con ninguno de mis afectos ni recaer en el fácil salvoconducto de la depresión o psicosis colectiva. Me la paso haciendo planes para primavera, para cuando los bares y centros culturales vuelvan a estar abiertos y pueda salir a andar en bicicleta tardes enteras con el sol picándome la piel y los músculos, ahora lánguidos, ya revitalizados. Cuando recupere la producción diaria de endorfinas y el buen humor libre de resignación. Los abrazos y besos. Las noches de insomnio, la cursada y los after office.

No creo en dioses ni profecías. No estoy de acuerdo con los que especulan que cuando todo termine vamos a poder volver a la normalidad. No me gusta la palabra normalidad por todo lo que su semántica implica. Porque no comparto esa “normalidad” como algo positivo. Creo que esta pandemia, sea el plan de quien sea, divino o terrenal, no es una pausa en nuestras vidas. Es parte de ella y tal vez una oportunidad para que todo lo que conocíamos cambie de raíz. Una posibilidad utópica de que por fin mutemos todos los paradigmas que conocemos hacia algo mejor.

Entrega 1

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