Por Luz Zalacain
Tenía 12 años, cuando mi mundo era música. En mi habitación encontrabas desde posters de los Guns N´Roses o Beatles hasta Los Pericos y Spinetta. Ojo que también tenía a La Sirenita y a La Bella y La Bestia.
Un día, sentada en el sillón sentí –literalmente- que me hacía pis encima. Horrorizada, salí corriendo al baño. Empecé a llorar cuando me vi ensangrentada. Lo primero que hice fue gritar por mi mamá.
Ella me tranquilizó, me explicó lo que estaba pasando: me había hecho señorita. Mandó a mi hermano al supermercado a comprar toallitas. Fue puteando por lo bajo de la vergüenza que le daba meterse en ese mundo.
**
A partir de esa edad, siempre aparenté ser más grande. El uniforme del colegio me quedaba chico. Me llevaba mejor con los chicos que con las chicas. Y había una característica que me distinguía: MIS TETAS.
Las tenía mucho más grandes que las otras chicas del curso. Un escote de 120. Ahí comenzaron las gastadas -tetamanti, contrabando de sandías- pero jamás lo tomé como un insulto.
Me reía un poco de la vergüenza, pero nada más: sabía que era una chica exuberante y no me molestaba.
***
En la adolescencia, las tetas me daban poder. Eran un arma filosa que funcionaba como puerta de entrada a lugares donde las demás chicas no llegaban: tragos gratis, chicos que me sacaban a bailar, toqueteos, besos, sexo. Muchos querían acostarse conmigo y con mis tetas grandes.
Cuando iba por la calle, me exponía a todo tipo de comentarios. Algunos me decían cosas lindas, pero otros descargaban su brutalidad. Me harté de tener que escuchar lo que un tipo haría con mi cuerpo y dónde eyacularía.
***
La adultez me encontró sola.
Había tenido algunos novios, pero más bien amigos con derechos. Y no tenía a nadie que me mirara a los ojos, sólo a mis tetas.
Hasta que la noche del festejo de mi cumpleaños 29, en un barcito de rock, mi amiga Agustina trajo a su primo Guillermo. Lo había visto alguna vez en Facebook pero no pegamos onda. Mientras sonaban temas de rock nacional, nos matamos a besos, contra una pared. Nos encantó. Pero a mí lo que más me gustaba era que me miraba a los ojos no a mis tetas.
A los seis meses, nos fuimos a vivir juntos. Una decisión arriesgada, pero la más acertada que tomé en mi vida.
Aunque no todo fue color de rosa. Un día amanecí con un dolor de cabeza tremendo. Tomé un analgésico, dos, tres, pero no se me pasaba. Fueron dos años despertando varios días de la semana con dolor. Lloraba, vomitaba, buscaba la oscuridad y el silencio.
Seis neurólogos me dijeron lo mismo: es migraña y no tiene cura.
Después de algunos estudios, descubrí que el dolor era producido por el peso de mi pecho en mi espalda. Y ahí tomé otra decisión arriesgada: me quería sacar tetas.
Con Guillermo, fuimos a varias entrevistas y nos pusimos de acuerdo para hacer un esfuerzo económico para mi operación.
**
En el quirófano, el cirujano me dijo “Ahí tenés una compu con Spotify. Poné tu música preferida y relájate”. Empezó a sonar Albert Hammond Jr mientras me tomaban medidas, marcando mi cuerpo con fibrones de colores. Me acostaron, me anestesiaron y me dormí mientras escuchaba Inside me there´s a sad machine that wants stop movin´.
Lo que vino después fue un postoperatorio duro, difícil, pero nada traumático. Dos semana en cama. Algunos días me tuvieron que ayudar a ir al baño, otros me aburría de estar así. Tuve que aprender a dormir boca arriba. Y un mes después, tuve que caminar sin hacer fuerza. Pero valió la pena.
Ahora me miro al espejo y me sonrío. Me puedo ver la cintura. Bajé de peso y puedo usar ropa que jamás me hubiera animado a usar. Dejé de lado mis remeras negras y le di paso al blanco, al rosa, al color. Recuperé la femineidad y volví a gustar de mí.
Descarté aquella arma filosa y me apropié de otra más efectiva:
Mi autoestima.