“Cuando los elefantes luchan, la única que sufre es la hierba”.
Antiguo proverbio africano.
Esta historia comienza un domingo, a la hora del desayuno. Los once están sentados a la mesa y en los tres sillones contiguos del angosto comedor, fingiendo que no pasa nada, que es un domingo más. El sol asoma por el ventanal y le ilumina el oscuro rostro a Martina: una mujer de 38 años, oriunda de la República Democrática del Congo, África, que viste una camisola negra, una pollera larga de varios colores y una peluca castaña oscura de pelo lacio, que apenas le roza la nuca. Su verdadero pelo es corto y crespo, suave como una lana de acero, pero cuando sale de su casa suele tapárselo con la peluca o con un pañuelo de arabescos naranjas, amarillos y azules.
Su mirada es profunda y achinada. No la decora con maquillaje. Sus pómulos son generosos y su nariz tiene forma de cereza. En sus años de estudiante de psicopedagogía, su cintura fue fina. Ahora su cuerpo de curvas generosas está semi volcado sobre la mesa, sirviéndoles dos docenas de croissants a sus diez hijos –Silvia, Kevin, los mellizos Carla y Carlos, las mellizas Ana y Anette, Fortunata, Huberto y los mellizos Benedicto y Benedicta- junto con las bebidas.
Comer en la casa de Martina Kyakimwa Kitsa y su marido Pascal Kamate Kavigha, también del Congo, es como una reunión de cumpleaños constante. Su hija mayor, Silvia de 16 años, junto a Carla de 13, son las únicas que la ayudan. El resto se dedica a ser niños.
—Yo quiero té, mamá – le dice Kevin, el más alto, flaco y mayor de los hermanos varones, en swahili, la lengua africana que hablan en la casa, además del francés.
—Yo, leche –le pide Carlos a su melliza Carla.
—Yo té, también –indican Ana y Anette de 11 años, sacudiendo las extensiones de lana marrón que llevan en su pelo.
—Yo también –dice la coqueta de Fortunata de 7, mientras se acomoda el vestido negro de seda que le pasa las rodillas.
De fondo, se escucha un coro de “y yo, y yo, yo” del inquieto Huberto de 5 años y los hermanos menores, Benedicto y Benedicta.
En otro sillón del comedor, que está frente a los demás, como un espectador, está sentado Pascal. Recién se une a la escena cuando Silvia le sirve agua caliente en una taza de otra época.
Los niños, sobre todo las niñas, se ríen de la peluca de su madre. La más pequeña, Benedicta, con su cuerpo diminuto y cara de muñeca, intenta pararse arriba de una de las sillas de caño para alcanzar a Martina, sacarle la falsa cabellera y ponérsela ella. Algunos mechones le tapan los ojos.
Todos ríen.
Al terminar el desayuno, cada niño sabe qué hacer: algunos levantan la mesa y llevan las tazas sucias a la cocina, otros se van a cambiar a los dormitorios.
Ana, callada, hace sonar a Daddy Yankee en Youtube en la sala de la computadora de azulejos celestes, que antes era un baño.
Los más pequeños se van al patio trasero -rodeado de sogas con ropa colgada, caniles con conejos, una pileta de plástico y una jaula con una gallina que le cuidan a un vecino- a reírse de Huberto, que minutos atrás se había quitado toda la ropa: corre desnudo por el patio.
Mientras tanto, su hermana menor, Benedicta, se cubre su cabeza con una caja de cartón y se convierte en fantasma.
—Buuu, buuu -le dice a sus hermanos.
Hasta que Martina les grita a todos que se apuren y a Huberto que se vista que faltan pocos minutos para las once de la mañana, ese horario en el que asisten religiosamente cada domingo a misa. Todos le hacen caso. Empiezan a salir del hogar de fachada amarilla y techo de tejas y caminan unas pocas cuadras hasta la Iglesia.
***
Pascal y su familia corren peligro. Varias veces han recibido llamados de parte de hombres que se hacían pasar por amigos suyos al teléfono de la casa, preguntando por él. Los niños saben que si alguien pide por su padre, tienen que decir que es número equivocado.
A la salida de la misa, Pascal con su camisa blanca dobla en la esquina de la calle de la Avenida de la Misión al 100. El barrio es de construcciones bajas, muchas de madera, de la localidad de Hibi, en la ciudad Goma, capital de Kivu del Norte, en la República Democrática del Congo.
Ve que en la puerta de la casa hay dos hombres esperándolo. Se adelanta y les pregunta qué está sucediendo.
—Cuídate Pascal. Conocen todos tus movimientos.
— ¿Quiénes?
—Tienes suerte, nosotros sabemos que sos una buena persona, que ayudas a la gente y no te queremos matar. Pero hay otras personas, esta noche, que van a venir a tu casa. Cuidado, esta noche es tu último día.
Dominado por el miedo, Pascal decide avisarle a la policía y esa noche todos en la familia, incluida Martina, duermen en casas separadas.
Durante la madrugada, cinco hombres traspasan las altas rejas negras del angosto jardín de su casa de Goma. Lo hacen de manera sigilosa, evitando el crujir de las hojas y las piedras volcánicas que pisan. La policía ve la escena detrás de los arbustos de un vecino. Cuando observan que estos individuos intentan forcejear la puerta blanca de madera, empiezan a disparar.
Todos salen corriendo, menos uno que queda tirado en el suelo. Los oficiales se le acercan. Sus signos dejaron de ser vitales. Le revisan los bolsillos y encuentran una foto carnet de un hombre de piel de chocolate, frente ancha, pelo crespo cortado al ras, ojos oscuros, bigotes finos y camisa blanca. Es Pascal.
Inmediatamente, lo llaman.
— ¿Vos tenés problemas en el trabajo, Pascal?
—No.
— ¿Conocés a una persona que se llama Bachi?
—Sí, si yo la conozco. Trabaja conmigo.
—Ah. Bueno, esta persona trabaja con la milicia, ha dado tu dirección, tu foto y fue la que te estuvo llamando por teléfono.
Sin dudar más, aunque el miedo y el desconcierto lo acompañan, Pascal decide dejar el centro del continente africano para irse hasta Butembo, 300 kilómetros al norte, donde viven sus padres y abuelos.
Mientras tanto, Martina se queda en la casa con sus hijos. Ella insiste en que sigan con su agenda habitual –cada día de la semana, la cena está a cargo de un hijo distinto- y que continúen yendo al colegio y al jardín, que tanto esfuerzo le demanda: en África la educación y la salud son privados.
A la tarde, cuando están todos en la casa, hay algunas risas, pero también temor.
Cuando el alma no está tranquila, se nota por todo el cuerpo, sobre todo a la hora de la oscuridad.
Desde las seis de la tarde hasta las ocho de la noche, la Sociedad Nacional de Electricidad corta el suministro de energía en todo el Congo, un servicio al que sólo el 16% de la población accede.
En este contexto, la familia de Martina y Pascal tienen un bien de afortunados y para los momentos del “encendido-apagado”, cuentan con una lámpara de querosén. Sin embargo, Martina no tolera que el gobierno tenga complicidades con las milicias.
Al momento de oscuridad, los delincuentes con armas se aprovechan y asaltan a la gente. Es muy difícil identificar una persona que viene enmascarada. Entran a las casas y gritan todos al piso. Primero piden los celulares a la mesa, para que no llamemos a la policía, les sacan los chips y los tiran. Otros, se quedan en la puerta para controlar que nadie entre ni salga. A partir de las 8:30 o 9, cuando vuelve la luz, empiezan las noticias en la tele sobre los lugares donde entraron a robar y mataron gente.
***
¿Qué pasa en el Congo?
La República Democrática del Congo es una de las locaciones de esas películas donde Leonardo Di Caprio, procedente de algún país del primer mundo, lucha por apropiarse de las riquezas naturales africanas, como los minerales – allí está el 80% de las reservas del coltán, conocido como oro gris, que permite que los teléfonos celulares de todo el mundo funcionen-, y desata una ola de conflicto locales e internacionales. La única diferencia es que esto no es ficción.
Hace 25 años que en esta parte de nuestro país, en el este del Congo, hay problemas de guerra: hay guerra civil, guerra política, guerra mineral.
Las milicias transformaron el lugar en un infierno.
Las más de 500 tribus que hay en Congo tienen sus propios grupos armados con el fin de controlar la riqueza natural, sobre todo dominar las zonas donde están las minas de coltán. A este escenario hay que sumarle los poderes gubernamentales que bajo el objetivo de instaurar la paz, establecen lazos políticos y económicos con estos grupos.
Martina es una mujer que cuando habla multiplica sus 38 años: parece una de esas ancianas sabias que aprendió de su vida lo suficiente para ahora transmitir la experiencia en forma de leyendas o fábulas.
En el Congo, el pueblo no tiene derecho. Cuando los elefantes se pelean son las yerbas que sufren. Cuando la población sufre, no sabemos bien qué sucede. Pero los gobiernos sí. Ante eso, a nosotros sólo nos queda, defendernos.
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Martina conoció a Pascal en Goma. Ella estudiaba psicopedagogía y él era trabajador social. Se llevan diez años. A los 21 de ella, se casaron, como lo hacen la gran mayoría de parejas africanas: la familia del novio paga a la de novia entre U$3000 y U$5000, y llevan adelante una ceremonia religiosa -ellos son católicos protestantes- con muchos familiares; menos la madre de ella que al vivir lejos, no pudo asistir y recién vio a su hija, tiempo después, con el vestido blanco, el tul sobre la cabeza y un collar de flores fucsias naturales en una fotografía.
Por el trabajo de Pascal, decidieron quedarse a vivir en Goma. Él integra la Federación Luterana Mundial. Allí se ocupa de brindar asistencia a los miles de desplazados internos que hay en África. Es que la ciudad donde viven tiene una posición estratégica: está justo en la frontera con Ruanda, donde fue el genocidio en 1994 -el intento de exterminio de la población tutsi por parte del gobierno hegemónico hutu- que terminó con una cifra de víctimas que rondó el millón.
Por eso, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), hay 247.033 refugiados en Congo – en todo África hay alrededor de 5,4 millones de desplazados y la mayoría son de Ruanda y de República Centroafricana- que necesitan protección y asistencia. Esta situación hizo que en la última zona se sufriera una grave crisis humanitaria por la falta de agua y comida.
Conseguir armas en Congo es tan sencillo como comprar una Coca Cola. Por diez dólares te dan una.
En este contexto, el rol de las ONGs se vuelve fundamental. Hay 250 ONG en África, incluyendo a 60 organizaciones nacionales.
Para ellos, todo empeoró cuando llegaron las elecciones en 2011. Como Pascal conocía la zona de conflicto, era bienvenido en las comunidades más difíciles de acceder y fue convocado por diferentes organismos internacionales a ser observador. El favorito en las elecciones era el actual presidente, Joseph Kabila, hijo de Laurent-Désiré Kabila, presidente desde 1997 hasta enero de 2001 hasta que fue asesinado durante el transcurso de la Segunda Guerra del Congo. Su hijo ganó las elecciones presidenciales de 2006 por lo que continuó en el cargo. Su partido político es el Partido del Pueblo para la Reconstrucción y la Democracia.
Pascal recorrió la región y denunció lo que vio:
El presidente tenía buena relación con las milicias. Entonces al momento de la votación, la población decide hacerle la contra a las milicias y no lo votan. Pero los militares que controlaban las urnas venían con armas, obligaban a la gente a elegir las boletas a su favor.
Después de dos postergaciones -sin embargo- los resultados oficiales de la Comisión Electoral del país africano dieron a Kabila como vencedor de los comicios con el 48% de los votos, mientras que su máximo rival, Etienne Tshisekedi, obtuvo 32%.
Ante los medios internacionales, Pascal relató el fraude: cómo las tropas llegaban a los lugares de votación, los desalojaban y completaban las planillas a favor de Kabila. El International Crisis Group alertó para los días siguientes un posible recrudecimiento de la violencia ante las incipientes dudas sobre la legalidad de los comicios, casos de intimidación a los votantes y desaparición de papeletas.
Cuando las milicias pertenecientes a la tribu de los Hunde se enteraron de la participación de Pascal, comenzaron a buscarlo para matarlo. No fue el único blanco: esos días al menos 18 personas murieron en enfrentamientos.
Según el coronel congoleño Baliwa Flamand, Kabila siempre fue el «candidato» elegido por Occidente, al ser «mucho más maleable» que líderes como Tshisekedi, exministro durante la dictadura de Mobutu Sese Seko y autodenominado el Mandela del Congo: “la comunidad internacional no tiene una verdadera disposición en acabar con la infamia del país”.
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Martina continúa sola en la casa con sus hijos. Este tiempo de espera no es sencillo para ella. Conoce por experiencia propia de lo que son capaces de hacer las milicias a mujeres solas. Entre los nacimientos de sus hijos, formó parte de la Asociación Solidaria Francesa, donde promovía el cumplimiento de los derechos de las mujeres y niñas que fueron violadas por integrantes de las milicias; y de los bebés mal nacidos, fruto de estas violaciones. Ella escuchaba a estas mujeres y las aconsejaba. Trataba de lograr que las familias vuelvan a aceptarlos.
Estos niños son mal queridos. Nosotros en francés les decimos “les fils non reconnu », el hijo que no es reconocido. Te asaltan, te violan delante de tu suegra, de tus hijos, delante de tu marido, o te piden de tener relaciones sexuales con tu marido delante de tus hijos.
La lucha es una marca más en la oscura piel de Martina, pero sabe que no puede vivir continuamente así.
Mi padre me decía que en la vida uno tiene que decir que nació “gagner”, ganador.
Por eso, debía tejer una estrategia para irse de la tierra que la vio nacer y que ahora quiere a su marido muerto.
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Durante la estancia en casa de su padre, Pascal recordó que había entablado una amistad con un compañero latinoamericano, Marcos, que le hablaba mucho de su país. Un país muy extenso, alejado del sur. Un país totalmente desconocido por Pascal: Argentina.
La mayoría de los congoleños nos vamos a Europa o Estados Unidos. Pero cuando mi amigo me habló mucho de Argentina, que es un país en paz. Me gustó mucho.
Pascal llama a Marcos.
—Estoy siendo amenazado, no sé qué puedo hacer –le dice Pascal a Marcos. Su voz se siente serena, pero tiene miedo. Más miedo que el que jamás sintió en su vida.
—Como te expliqué antes, Argentina es un país en paz para que te puedas mudar allí. Yo puedo ayudarte –le responde su amigo.
Pascal le comenta la idea a Martina de irse solo a Argentina, ver qué puede hacer allí y después que viajen todos. Ella acepta. Este amigo lo ayuda a hacer los papeles. Pascal viaja primero a Nairobi, Kenia, para pedir la visa y después ir a la embajada argentina en África, donde su amigo le envía una invitación para que sea recibido en su país.
Luego de tres semanas de trámites, Pascal llama a Martina para despedirse. Del otro lado del teléfono, sólo la escucha llorar.
—Ya no tengo dinero y sigo recibiendo amenazas. Yo sola no puedo seguir, es muy difícil. No quiero ser una viuda con diez hijos. Mejor vayamos juntos a buscar una oportunidad donde sea.
Entonces Pascal vuelve a hablar con su amigo Marcos, quien le presta plata para que también le haga los papeles a su señora y los tres hijos más pequeños, Huberto y los mellizos Benedicto y Benedicta.
Si tenemos que pensar en el futuro, en francés se dice “Ne pas se croiser des bras”. No podemos cruzar los brazos. Si nosotros cruzamos los brazos, ya seríamos todos esqueletos.
Casi un mes después del intento de asesinato, Pascal y su amigo, a través de una agencia de viaje argentina, consigue que le presten los boletos de viaje –cada vuelo está cotizado en U$3.000- con la condición de que al llegar al país pague los boletos. Martina le comunica al resto de sus hijos que no pueden viajar todos, que debe quedarse con sus tíos y esperar noticias de ellos. Cuando están en el colegio, ella arma un pequeño bolso con un poco de ropa de ella y los más pequeños, y muchos pañales.
—Mamá, ¿te vas? -le pregunta Fortunata de 4 años, la única niña que queda en la casa y que no viajará con ellos.
—Yo tengo documento. ¿Me puedo ir contigo?
—Ahora no.
—Yo creo que un día, usted va a venir a buscarme.
—Sí, lo haré.
—No me olvides.
Martina sale de la casa, atraviesa el angosto jardín y viaja más de un día entero, con los tres niños a cuestas, en tres autobuses hasta llegar a Nairobi, donde estaba Pascal. El 1 de marzo de 2012 se suben a un avión en el Aeropuerto Internacional Jomo Kenyatta en Kenia, que hace escala en Amsterdam, para luego partir rumbo al Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, en Ezeiza, Buenos Aires.
Al aterrizar en Argentina, sienten alivio y a la vez temor. Marcos, a lo lejos, reconoce el rostro de Pascal y corre a recibirlos. Pasan el primer día con él y después van a una casa de campo a las afueras del centro de Buenos Aires, en Loma Verde, Escobar. Por ser de una conocida de Marcos, pueden quedarse a vivir, pero bajo la condición de que Pascal, el trabajador social de manos suaves, fuera el casero. Debe arar la tierra y cuidar los caballos y los perros.
Al amigo que los ayudó le tocó seguir viajando por trabajo, así que no vuelven a verlo por mucho tiempo. Su nueva rutina ahora es cuidar esa casa, vivir de la tierra, cortar el pasto, atender a los animales y limpiar. No pueden hablar con nadie porque no entienden el español -la única palabra que saben es hola porque la conocieron cuando bajaron del avión- ni tampoco tienen nadie con quien hacerlo: alrededor de la casa sólo hay pastizales.
Viven una vida muy alejada de la que ellos imaginaron. Lo más grave de todo es que no pueden comunicarse con el resto de sus hijos que están en casas de familiares en el Congo porque no tienen a quién pedírselo, no saben cómo, ni tienen dinero para hacerlo. Lo que ganan al mes, U$200, deben dedicar la mayoría al crédito de los pasajes.
Ya pasamos un año sin hablar con los chicos. No sabemos dónde están. Vivimos una vida muy difícil, muy complicada. No, no, con esta vida no. Me he dicho no. Prefiero volver a África porque esta vida es muy complicada. No sé cómo están los chicos, qué están estudiando.
Martina sabe que la vida en África es aún más difícil, pero la extraña. Al pasear por el parque de la casa, cargando en el pecho y en la espalda a Benedicto y Benedicta de un año y medio por una tela cuadrillé ajustada a su cintura, se le viene a la mente los días en su tierra: su casamiento a los 21 años. Sus tardes de cintura fina en el colegio pupilo. Las horas que pasaba haciéndose peinados naturales con trencitas. Sus tíos, esas personas imprescindibles en su familia, como en todas las familias africanas. Sus días en la Asociación Solidaria Francesa, tratando de aliviar el dolor de muchas mujeres. Su deseo de estudiar enfermería. Los otra vez de Pascal, cada vez que le decía que estaba embarazada. El momento en que el médico se negó a ligarle las trompas porque era muy joven. Los hijos que llegaron después. Sus tardes de juventud, jugando al básquet con sus amigas, vistiendo ese uniforme fucsia y turquesa.
A cada circunstancia tenemos que decir gracias de no estar en la calle. Estamos felices, aunque no entendamos el español.
Un par de meses después, se animan a caminar la zona. Así descubren una Iglesia a pocos kilómetros de la casa y un domingo van a misa. Para ellos fue un alivio sentirse un poco como en África, aunque la gente los observara.
Ponían cara de mirá esta familia de negritos. Pero a nosotros no nos importaba.
Al final de la ceremonia, una señora se les acerca y les pregunta en español dónde viven. Ellos no saben cómo explicarle.
Pero la sociedad africana es muy de los gestos. Así que con gestos le pedimos que nos acompañe.
Una vez que vio dónde vivían, se dio cuenta que ellos hablaban francés, al igual que ella que es maestra de francés. Entonces a partir de ese día, comienza a ir todos los martes y jueves a enseñarles español. Al tiempo, un amigo de Marcos va a visitarlos.
—Pascal, ustedes no pueden vivir así. Hay una agencia que se llama CONARE (Comisión Nacional para los Refugiados) que es la encargada de emitir las certificaciones para ayudar a los refugiados. Tenés que empezar el trámite con ellos y contarles tu historia.
***
Ya había pasado un año desde su llegada. Un año difícil: apenas sabían hablar español, casi nadie conocía de su existencia y aún seguían sin saber nada de sus hijos. Comenzaron el trámite en CONARE, como está establecido, con una solicitud por escrito. Hicieron una larga exposición en francés donde explicaron las razones por las que en su país no había garantías de seguridad para vivir. Por año, las solicitudes que se reciben en Argentina, rondan las mil.
Según ACNUR, en el mundo hay 59,5 millones de personas desplazadas por la fuerza, obligadas a irse de sus casas porque su país es incapaz de protegerlo por sufrir persecuciones de raza, religión, nacionalidad, u opiniones políticas. De ellos, 19,5 millones tienen el status de refugiados, es decir, que reciben protección de un Estado que no es el suyo. En Argentina, hay 3523 refugiados. La mayoría proviene de Perú, Siria, Colombia y Cuba. Los congoleños son menos de 50. Martina y Pascal quieren estar dentro de esa cifra.
En medio de la espera por el certificado, Pascal consigue, a través de un amigo de Marcos, otro trabajo en una empresa de catering como ayudante de la cocina. Cada mañana, se levanta de madrugada para ir viajando a su nuevo trabajo y tratar de volver lo antes posible para cumplir con las tareas de la casa. Pero cuando la dueña de la casa se entera, no le gusta la idea.
—Pascal, no lo quiero más en mi casa.
—Perdón, señora. Es que necesito más dinero para mi familia.
—Pascal, no lo quiero más en mi casa.
—Deme un mes para buscar dónde vivir, por favor.
—Tiene dos semanas.
Con su amigo se pusieron a buscar casas de alquiler. Él le comenta el problema a otro y ese a otro, hasta que uno de ellos se comunica con una mujer, que tiene una casa de fachada amarilla y techos de teja en Martin Coronado, un barrio tranquilo de clase media, casas bajas, calles de asfalto y veredas con pasto, en Buenos Aires. La vivienda tiene tres cuartos, patio y dos baños, uno que no funciona bien. Ella, con un look a lo Jane Goodal, acepta tomarlos sin condicionamientos y más adelante se convertirá en una gran amiga.
Vivir acá es otra cosa…. Hay vecinos, conocemos a mucha gente. Empezamos a hablar con ellos y cada sábado vamos con ellos a jugar al fútbol y a la iglesia.
Sin embargo, hay algo que no está bien. Estar lejos del resto de sus hijos y no saber nada de ellos los está carcomiendo por dentro: ninguno puede dormir y tienen dolores intensos en el pecho, sobre todo Martina, que engordó más de seis kilos ya que lo único que le calma la ansiedad es comer.
En África no se habla mucho: cierra tu boca y mira, porque cuando uno mira va a encontrar el camino. Cuando escucha, te van a explicar lo que pasa. Pero si usted abre su boca, la boca tiene la lengua que es lo más peligroso de todo. En África se dice que la lengua es una carne rica, pero muy peligrosa. Hay que medir lo que usted quiere sacar de su boca. Yo le pedía a Dios que nos dé su mano, que se ocupe de ellos, de mis niños. Nosotros los africanos tenemos que tener la mirada más allá de la nariz. Para ir hacia delante, tenemos que luchar, progresar.
Después de un año y medio de espera y de no saber nada de ellos, finalmente pueden comunicarse con los niños, que están en casas de sus tíos. Al escuchar la voz de sus padres al otro lado del teléfono, lloran.
—Nosotros pensamos que todos están muertos –le dice Silvia y corta la comunicación.
Vuelven a llamarlos varias veces, hasta que entendieron que sus padres y hermanos estaban a salvo. Unos meses después, reciben la respuesta de la CONARE: son admitidos como refugiados en Argentina. Ahora sólo les resta luchar por los siete hijos del otro lado del Atlántico.
Una vez con todos los papeles, desde CONARE y ACNUR, le informan que pueden empezar con la reunificación familiar. Lo primero que deben hacer es juntar a todos los hermanos. Como los padres no tienen los medios económicos para traer a sus hijos, pero ya cuentan con el status de refugiados, CONARE, ACNUR y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) logran iniciar los trámites para sacar a los chicos bajo un cuidado operativo. Una vez que logran reunirlos, pueden viajar.
***
Al llegar al aeropuerto de Ezeiza, el 29 de abril de 2014, a Martina y Pascal les late el corazón más fuerte que nunca. Sus manos están húmedas. De tan sólo pensar que van a volver a ver a la siempre dispuesta y responsable Silvia, al pequeño adulto Kevin, a los alegres Carlos y Carla, a las cariñosas Ana y Anette, y a la coqueta Fortunata la sonrisa y los nervios se vuelven permanentes.
Al final del tumulto de gente que espera – algunos se los ve emocionados, a otros aburridos con sus carteles escritos a mano o en computadora, esperando quién sabe a quién- están Pascal, Martina y sus tres hijos. No quitan la vista de la puerta de migraciones. Los funcionarios de ACNUR y CONARE los acompañan, expectantes.
Como si fuera el telón de un teatro, las puertas automáticas se abren y se cierran. Se abren y se cierran. Se abren y cierran. Se abren y como acto final de la obra, allí aparecen ellos. Los padres tardan unos segundos en reconocer que no es un sueño. Al atravesar el portal, ríen y lloran. Están tan grandes y a la vez tan iguales. Martina siente que se le quiebran las rodillas, pero toma fuerzas y corre a abrazarlos. Pascal los aprieta bajo sus brazos, los separa de su cuerpo, los mira y vuelve a abrazarlos. Siente que fue ayer y a la vez una eternidad desde que se despidieron en África. La gente de alrededor los mira y llora también, muchos sin saber muy bien por qué.
***
Al llegar a la casa amarilla de Martin Coronado, ya poco importa:
Hoy todos estamos con vida, todos juntos. Tenemos la alegría.
Las risas día a día se apoderan de la casa. Los chicos practican español al escucharlo en los noticieros, en los programas infantiles y en canciones de cumbia o reggaetón. Más tarde, logran estudiarlo en la escuela. Todas las mañanas, cuando Pascal se va a su trabajo -ahora es administrativo en las oficinas de CONARE- Martina les prepara el desayuno a los más pequeños y los lleva al jardín. Los grandes se van al colegio solos en tren. Cuando Pascal vuelve, pasa a buscarlos. Martina por las noches duerme, aunque no puede hacerlo siempre en casa con sus hijos: consiguió un trabajo en el que cuida a una señora mayor y la única noche que pasa junto a su familia es la de los sábados. De la cena, se encarga cada día de la semana un hijo diferente, como lo indica el cartel azul que tienen pegado en la mesa de la cocina.
En el barrio, son populares. Su puerta siempre está abierta a las visitas. Los vecinos ya no les preguntan de dónde son, ni ellos les responden del otro lado del océano.
Los fines de semana, muchos amigos de los chicos pasan a buscarlos para ir al jugar al fútbol o salir a caminar. También les tocan el timbre conocidos de la Iglesia para saludarlos y dejarles regalos, sobre todo bolsas de ropa para los chicos. Como agradecimiento, Martina y Pascal los invitan a entrar y los más pequeños corren a abrazarlos.
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Ahora es la hora del desayuno y están sentados a la mesa y en los sillones contiguos, en medio del angosto comedor de paredes verde agua, fingiendo que no pasa nada, que es un domingo más. Al terminar de desayunar y antes de ir a misa, Silvia se va a cambiar, Ana pone música en la computadora, Huberto corre por el patio desnudo, Benedicta cubre su cabeza con una caja de cartón, simulando un fantasma.
Hasta que Martina les grita a todos que se apuren y a Huberto que se vista que faltan pocos minutos para las once de la mañana, ese horario en el que asisten religiosamente cada domingo a misa. Todos le hacen caso. Empiezan a salir del hogar de fachada amarilla y techo de tejas, y caminan unas pocas cuadras hasta la Iglesia.
Al volver, todos entran a la casa. Martina es la encargada del almuerzo, hará uno de esos menúes de olores dulces que los transportan a su tierra: porotos negros, mandioca, bananas asadas, pollo al horno, pasta africana, ensaladas y papas fritas.
Publicado en el especial «Sin Maletas» de Lo Político (México)