Cada vez que siento el olor a té de menta recuerdo que el mundo no es sólo el que nos rodea día a día…
Cuando descubrí eso no estaba sola, me acompañaba mi amiga, esa que la señorita en primer grado de la escuela en Buenos Aires me había puesto como compañera de banco por sus altas calificaciones y -creo yo- por su cartuchera con lápices de colores, siempre ubicados en degradé. Los míos solían estar desordenados, hasta que la conocí a ella y supe que así también yo los quería.
Varios años después, a fines de 2014, ya casi llegando a los 30, mientras pasé unos meses en Barcelona, ella supo que eso era lo que quería: estar unos días juntas en la ciudad de ensueño y por qué no hacer algún viaje exótico a lo desconocido. Así fue que aprovechamos un vuelo barato a Fes, en Marruecos. Algunas personas nos habían alertado que no era conveniente que dos mujeres solas viajaran a un país africano musulmán, mientras que otros nos decían que no pasaba nada. Así que seguimos el consejo de los segundos.
Llegamos a Fes al mediodía. Al bajarnos del avión, en la pista nos recibieron unos militares con metralletas que nos hacían gestos de que no (que fotos al avión no). Hicimos el trámite de migraciones en un idioma que nos hacíamos las que entendíamos, cambiamos euros por moneda local y dejamos el aeropuerto atrás. Allí nos estaba esperando un taxi del riad –una casa típica marroquí en medio de la medina, el centro histórico amurallado de la ciudad- que habíamos contratado. De la camioneta negra de vidrios polarizados, salió un hombre moreno, sin turbante, con un papel que decía lo que esperábamos, “Riad Sophia”.
Allí estábamos, mi compañera de banco y yo, en el asiento trasero, hablando un inglés inventado. Sobre la ruta de asfalto, veíamos pasar hombres morochos con turbantes blancos, mansiones árabes de lujo, mujeres con sus cabezas cubiertas por pañuelos (hiyab) con niños que llevaban de la mano. El camino pavimentoso se fue volviendo cada vez más angosto, hasta que tuvimos que atravesar algunas arcadas que parecían de barro y que nos indicaban que nos acercábamos a la medina, el centro histórico y amurallado de Fes. El chófer frenó su vehículo a los pocos minutos de atravesar una puerta grande y en su inglés nos dijo algo como “a partir de aquí, siguen con él».
“El”, un hombre de unos 40 años, camisa blanca y jean, detenido al lado de la camioneta, mirándonos. Bajamos, mientras el hombre ya se nos había adelantado y había descargado nuestras valijas -con rueditas- del baúl del coche. En ese momento, supimos que no nos quedaba otra opción más que seguirlo.
Comenzar a caminar por esas callejuelas tan angostas y tan serpentinescas me hizo sentir tan pequeña, en medio de tanto mundo.
Era un laberinto. Fes es sinónimo de creer haber llegado a destino, cuando en realidad te espera otra curva, otra y otra. Es la ciudad de los gatos como dueños majestuosos de las calles. Es la ciudad de los que tiñen cueros y los cortan, de los que tejen telares, de los que hacen alfombras con hilos de seda.
Es la ciudad de los comerciantes y de los comercios (zocos) de zapatitos de colores en punta, de las lámparas, de la bijouterie artesanal, que están donde debería haber veredas. Es la ciudad donde regatear es un halago. Es la ciudad de los que te miran mal si intentas sacarles una foto. Es la ciudad que ve a los occidentales como materialistas y eso no quiere decir que estén equivocados.
Es la ciudad de los olores intensos. Es la ciudad de las especias naranjas, verdes, amarillas. Es la ciudad donde se escuchan sirenas que no son sirenas sino el llamado al rezo que se oye por altavoces cinco veces al día. Es la ciudad espiritual de los que salen corriendo cuando suena el llamado, de los que se quitan los zapatos y lo dejan en las puertas de las mezquitas que les corresponden: las mixtas, las de hombres o las de mujeres. Es la ciudad de los turbantes, de los vestidos largos que cubren los cuerpos sagrados de las mujeres. Es la ciudad de las jóvenes que no usan turbantes si no quieren. Es la ciudad que tiene la Universidad del Corán (Madraza) más antigua del mundo. Es la ciudad donde las mujeres dicen que hay más mujeres que hombres trabajando.
Y allí estábamos. En medio de ese embrollo con mi amiga, siguiendo a nuestro guía esporádico con desconfianza. Por momentos, nos poníamos a la par y le preguntábamos how long, para que él nos respondiera sun, sun. Luego de quince minutos, mentalmente eternos, nos señaló un cartel naranja, con flechas por arriba de nuestras cabezas, que decía “Riad Sophia”. Con más tranquilidad, continuamos por el camino.
Al llegar al frente de una construcción humilde de ladrillos grises a la vista, se detuvo y golpeó una pequeña puerta ovalada de madera. Una chica más joven que nosotras con un turbante celeste apareció detrás de la abertura. Nos sonrió y nos invitó a pasar. Agachamos nuestras cabezas para no golpearnos al atravesarla. Una vez dentro, perdimos a nuestro compañero de viaje y la chica nos llevó hasta un luminoso patio interno de altas columnas con venecitas negras y blancas.
Nos sentarnos en unos sillones alargados sin respaldo de seda anaranjada, a la espera no sabemos de qué. A los pocos minutos, apareció la joven, sonriente con una bandeja metálica. This is typical, dijo, mientras apoyaba sobre una mesita redonda de mimbre dos pequeños vacitos de vidrio repletos de té con hojitas de menta y un aroma que jamás olvidaré. Era una mezcla de menta con la sensación de haber llegado a casa: un lugar donde uno se siente cómodo, sin que nadie te obligue a nada, ni siquiera a quedarte en él.