Un día M apareció con zapatillas nuevas: rojas y negras con resortes. Contó que se las había robado a un chico con el que se peleó, que le decía que andaba sin plata. Pero si no tenía ni un peso porqué usaba zapatillas nuevas. Eso pensó M y no le parecía justo. Entonces las tomó prestadas de manera permanente y se creyó su merecedor.
Un día Z trajo zapatos nuevos: negros y con unos delicados cordones encerados. Los cargaba en una bolsa de marca. Dijo que se los había comprado en el shopping para su primer día en el trabajo nuevo, que tanto había anhelado. Se los probó en el local, observó su reflejo en el espejo que estaba a la altura de sus pies y le gustó cómo le calzaban. Pagó con la tarjeta y se los llevó. Fueron su orgullo.
M relata que no se acuerda cuándo fue la primera vez que alguien le compró un calzado y que en la vida de la calle las zapatillas tienen su propia clasificación. Según esas características, uno ocupa distintos lugares. Por ejemplo, para él, las de resortes se ganan el podio.
Z sabe que ir “bien vestido” a un trabajo le da “chapa”. Nunca se le ocurriría ir de zapatillas a la empresa.
Cuando jalaba pegamento, M se ponía a limpiar sus zapatillas. Las limpiaba, las limpiaba. Nunca le quedaban del todo limpias.
Por si alguien llegara a pisarlo, Z se compró un producto que impermeabiliza la superficie de sus zapatos.
El pegamento le hacía tener un flash recurrente: que sus zapatillas iban a comerlo. Entonces se las sacaba y se quedaba descalzo. El miedo no le permitía a M volver a ponérselas.
M está contando este relato en un bar. Dice que para saber realmente cómo es una persona lo primero que hace es mirarle sus zapatos. Mientras tanto, calculo que Z debe estar llegando del trabajo y quitándose el calzado, que es lo primero que hace cuando entra a su casa. Dice que estar descalzo es lo único que lo libera.
Publicado en la revista Visible lo Invisible