En una vuelta y media de las agujas sucede la historia escrita a continuación: son las diez en punto en este círculo blanco rodeado de números romanos. Como si fuera una ilusión óptica, el reloj parece flotar en el cielo. Algunos barceloneses dicen que, cada tanto, gira. Pero ahora está inmóvil sobre su base, una torreta gris de tres plantas. Debajo del «IV» hay una inscripción en pequeñas letras azules: BBVA. Es que el edificio que lo sostiene es la sede central del banco.
Frente a él se encuentra la Plaza Cataluña, el corazón de Barcelona. Como un tic, tac mujeres y hombres cruzan apurados de un extremo al otro de este cuadrado desalineado. Turistas le sacan fotos a un monumento con forma de escalera al revés. Peces de cemento echan agua por su boca para llenar las fuentes, donde se bañan las palomas.
En el centro de la plaza, algo irrumpe la escena: un grupo de más de treinta personas empiezan a cantar con un megáfono: Yo soy de la PAH, de la PAH, de la PAH, de la PAH. Yo soy de la PAH, de la PAH, de la PAH, de la PAH. Yo soy de la PAH, de la PAH, de la PAH, de la PAH. Llevan remeras color verde y pancartas hechas en cartulinas de colores que dicen «Sí se puede».
Son las diez y diez. Hora de comenzar el recorrido. Su meta es empapelar la sede del BBVA y no es la primera vez que lo hacen. En esta batalla cada soldado tiene una tarea asignada: mientras algunos cantan, otros con un rodillo de mango largo embadurnan con cola vinílica las ventanas y puertas de vidrio del banco, que hombres de seguridad, al verlos venir, minutos atrás ya habían cerrado.
Un segundo escuadrón apoya sobre el pegamento húmedo papeles que dicen ESTE BANCO ENGAÑA, ESTAFA Y ECHA A LA GENTE DE SU CASA. Una vez recubierta la fachada con carteles verdes y amarillos que llevan el dibujo de un cuervo, (son las diez y veinte) la caravana continúa su camino por Rambla Catalunya, alejándose de la Plaza. Hay algunos que por momentos juegan de cabecillas del rebaño y apuran al resto. Les dicen que no van a llegar, que se va a hacer tarde, que guarden papel para después, que la ruta continúa.
La caravana está conformada por hombres y mujeres que van desde los 30 a los 80 años. Hay una anciana de pelo blanco con mechas de colores naranja, un anciano con bastón. Hay un padre que arrastra un cochecito de bebé. Hay catalanes, brasileños, puertorriqueños. También hay un hombre mayor que se les une más tarde: va con una bicicleta mountain bike roja, un canasto por delante, otro por detrás y un megáfono que dice «Si se puede». Tiene 70 años y barba blanca recogida por una cola de caballo.
Caminan todos juntos, golpeados por la pérdida y con la frente en alto. Al verlos pasar, los turistas los fotografían, los guardias de seguridad de los bancos les cierran la puerta en la cara y algunos vecinos, como si fueran celebrities, les toman la mano, les sonríen y les dicen “si se puede”.
A las diez y media, continúan el recorrido por la Rambla. Es la caravana de los que no tienen casa, de los que están por perderla o ya la perdieron, de los que lograron recuperarla o de los que generaron que sus padres, hermanos o amigos la perdieran por salirles como avalistas. Ellos son miembros de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), un grupo que se formó en 2009 y que brinda asesoramiento jurídico y organiza reclamos, como esta caminata, para recuperar lo que alguna vez fue suyo o al menos no quedarse de por vida con una deuda y en la calle.
—Qué vengan a cobrar lo que debo al cementerio – dice una mujer mayor, mientras me toma del brazo y camina.
— ¿Pero cómo es su caso?
—Yo saqué un crédito en el banco para hacer unas reformas a un local y ahora se quieren quedar con todo porque no puedo seguirles pagando, joder. Pero qué me vengan a buscar a la tumba.
Son ya las diez y cuarenta minutos. En veinte minutos hay que estar en la avenida Paseo de Gracia, el destino final, donde habrá una conferencia de prensa. Antes, en el camino hay una sucursal del banco CatalunyaCaixa, una de las bancas que más créditos otorgó en los últimos años y que fue recientemente comprada por BBVA. Empapelan su entrada.
La mujer que me tomó del brazo, ahora habla por el megáfono: ¿Qué va a pasar con los clientes de Caixa? ¿Qué pasó con los 13.000 millones que le inyectó el Estado? Ahora el BBVA lo compró por 1.000 ¿Y los euros que faltan? ¿Dónde están?-pregunta indignada, con el volumen del megáfono bien alto.
Ladrones, chorizos. De todo, menos lindo, grita el ejército de homeless. Como ellos, en Cataluña, por semana más de 400 familias se quedan sin casa. La mayoría va a parar a la PAH en busca de ayuda legal y contención sentimental.
—El cajero no -le dice un compañero veterano a otro que es la primera vez que participa de la caravana.
— ¿Pero es legal lo que hacemos?, pregunta el nuevo con temor.
—Sí, no pasa nada. Siempre y cuando hagamos un reclamo pacifico. Los bancos ya nos conocen, nos ven venir y se asustan. Cierran las puertas y ya. Otras veces tomamos el banco: nos metemos adentro y nos quedamos sentados hasta que sea el horario de cierre, no los dejamos trabajar. Pero no tocamos nada. Es todo pacifico. A la primera que hay violencia, perdemos todo lo que logramos. A veces llaman a la policía y nos sacan. Ya sabemos qué hacer.
La caravana se apura, faltan diez minutos para la hora pactada y aún hay que caminar varias cuadras más por la Rambla, doblar en la calle Provença, hasta Paseo de Gracia, donde ya se puede ver la fila de turistas que hay en la puerta de La Pedrera, el famoso edificio con una fachada irregular que simula olas y que construyó Antoní Gaudí a pedido del empresario Milà, hace más de cien años atrás.
Por dentro, hay más turistas que se están enterando de la historia del edificio: la idea era que allí funcione la casa del millonario, locales comerciales y pisos de alquiler. Se deslumbran con la majestuosidad de la obra, aunque por la audioguía no les cuentan de las situaciones que interrumpieron la obra, como multas por no respetar las ordenanzas municipales y discrepancias entre Gaudí y Milà. Hasta que todo terminó y no de la mejor manera. Como éste último no le pagaba, Gaudí le hizo juicio y Milà tuvo que hipotecar la casa para pagarle.
La PAH ya está llegando. Frente a La Pedrera, hay fotógrafos y periodistas esperando. Les toman fotos, mientras caminan hacia la esquina. Vuelven a ser celebridades. Allí hay otra sucursal de CatalunyaCaixa. Sobre la vereda, hay una mesa con dos sillas, que otro grupo de la PAH había montado. Las tropas cubren sus puestos: empapelan la fachada del banco con los carteles verdes y amarillos que dicen cuervos, engaños, estafas, vidas en juego.
Son la once en punto. La señora de pelo blanco con mechas naranjas se sienta a la mesa, junto a otro joven con remera verde. Van a denunciar en la prensa el caso de esta mujer y su marido de 70 años, quien por problemas de salud no pudo venir. Ellos habían salido como avalistas de la hipoteca de su hija, quien luego de la crisis económica española del 2008 no pudo continuar pagando la deuda.
Para saldarla y debido a la devaluación de las propiedades, ahora el banco exige su piso y el de sus padres, quienes hace más de cuarenta años que viven allí. Con respaldo de la PAH, piden seguir viviendo en su departamento con un alquiler social de 100 euros al mes: sus ingresos mensuales son de 700. Como esta historia hay miles. Exactamente, 400.000 en toda España. Cataluña lidera el ranking de desahucios.
Si, se puede. Si, se puede, cantan los de la PAH y ríen. Luego de once minutos, la conferencia de prensa termina. La señora que me tomó del brazo está hablando con algunos periodistas de la televisión local. El hombre de la bicicleta está descolgando un cartel que dice Stop Desahucios. La anciana de pelo blanco y mechas naranjas continúa sentada, se la ve nerviosa. El veterano canta, el nuevo también. A unas cuadras, el reloj del BBVA marca las once y media. Desde aquí no se ve, aunque seguro está flotando en el aire, como una ilusión óptica.