Karina, la mujer que lleva las marcas de la violencia que sufrió

Por Victoria Fusco

A Karina nunca le gustó festejar su cumpleaños. Ya desde chica. Cuando en 2002 se casó con Gustavo Albornoz, su segunda pareja y compañero de trabajo, no quiso fiesta ni nada. Quería ir al registro civil con los testigos y después irse a su casa o a laburar. Tampoco deseaba celebrar el fin de año del 2014 en su casa de Merlo en Buenos Aires. Ella lo único que quería era estar tranquila.

“La ola de calor más extensa de la historia”, tituló Página/12 el 31 de diciembre de 2013. Por esos días, las temperaturas alcanzaban los 40 grados de sensación térmica y Karina no tenía ganas de celebrar. Ella solo anhelaba paz.

—Mi memoria no quedó bien— es lo primero que me dice, dos años después, cuando me recibe en la misma casa y dos caniches se acercan a saludarme. Lleva una remera mangas cortas y un pantalón colorido. Es baja, tiene el pelo rubio oscuro recogido y una mirada pacífica. Lleva un pañuelo en el cuello.

—Ese día hablé con Albornoz y le dije: “yo no voy a festejar, así que hacé lo que quieras. Andá a pasar las fiestas con tu familia”. Al principio me dice que sí, pero a las siete de la tarde, llega con un montón de comida y me entero que viene con su familia a pasar acá, a Merlo.

Esa tarde con Albornoz discutieron mucho. Ella lloraba de la angustia. Su hija, fruto de un matrimonio anterior, antes de irse a la casa de su novio a pasar año nuevo, tuvo una mala sensación y le advirtió que si algo le sucedía a su madre, “iba a pagar todo muy caro”.

Por la noche, Karina tomó la medicación para la depresión e hizo como si nada: lució una blusa de seda y comieron un asado con la familia de su esposo. A la una de la mañana, se fue a recostar a su habitación.

—Sabía que iba a terminar trasnochada. Yo siempre era la boluda que tenía que llevarlos a todos a sus casas, porque como todos tomaban, nadie podía manejar.

A las 05:30 de la mañana, él la fue a buscar a su dormitorio para que lleve a sus familiares, a quince cuadras de su casa.

—Pero como yo me negaba a levantarme, me sacó de los pelos de la cama, me desfiguró la cara a trompadas, y así y todo fui a hacer dos viajes. Él fue de acompañante. Más allá de lo que me había pasado, que era muy natural y común el estar golpeada, me dije: no importa, cuando lleguemos a casa se va a dormir en el asiento del auto. Después se va a levantar y va a hacer de cuenta que nunca pasó nada.

Al regresar, Karina entró el auto al garaje, se bajó rápido y procuró adelantarse a Albornoz. Pero en un descuido, él ya estaba frente a ella. Forcejearon en el patio. La parrilla estaba cerca. Y allí, el alcohol y el encendedor que utilizaron para hacer el fuego del asado que habían cenado. Como se lo quería sacar de encima, dio un giro como para agarrar algo. En ese instante, sintió algo frío en su cuerpo.

—Qué hijo de puta, pensé.  Me tiró agua fría. Pero cuando me doy vuelta, y ya siento el calor. Me había prendido fuego. Habrá durado todo unos segundos. Fueron dos o tres segundos, en los que él me suelta -porque me tenía agarrada del pelo- yo corro y me tiro a la pileta, que por suerte estaba llena.

No era agua lo que le había tirado. Era alcohol. Pero de los nervios que tenía no había podido distinguirlo.

Se tiró a la pileta y sobrevivió.

—Entro al living, me saco la blusa que tenía puesta, que al ser de seda hizo que me chupe todo. Yo la peor parte la tengo en el pecho. Me arranqué la remera, mojé una toalla, me envolví y le dije: llevame al hospital porque me estoy muriendo.

—Anda a acostarte porque ya se te va a pasar, no te voy a llevar —le respondió Albornoz.

***

Lo convenció. La llevó al hospital Eva Perón de Merlo. Pero antes, obligó a Karina a llamar a su madre para que le diga que se había intentado suicidar. Jamás le creyeron. Su otro hijo, Lucas, también del matrimonio anterior, estaba en Tortuguitas y fue el primero en llegar. Como en el Hospital de Quemados no había lugar, en cinco días la trasladaron al Sanatorio Figueroa Paredes de Laferrere ya que por la gravedad de sus quemaduras requería un lugar de alta complejidad.

El 55% de su cuerpo estaba quemado.

Estuvo internada seis meses.

—Hasta una semana antes de que me den el alta, me iban a visitar del trabajo. Cuando llamo para reincorporarme, me dicen: “no podés venir porque hay una perimetral entre vos y Albornoz” ya que mi ex trabajaba conmigo.

Gustavo el primer mes la fue a visitar y después la hermana habló con los médicos para que le negaran la entrada. En febrero de 2014, la justicia allanó la vivienda de Merlo y se llevaron a su ex esposo, quien solo estuvo detenido 33 días. La familia Abregú consiguió un abogado recién en abril de 2015 porque no podían pagarlo. Alejandro Bois se puso al frente de la causa sin cobrarles un peso.

Karina, junto a su hermana, cuando pudo recuperarse y salir de la depresión, le puso el cuerpo a la lucha. Denunció a su ex marido por irrumpir la perimetral más de 16 veces.

Recién se reencontró con él dos años después, a fines de abril de 2016, cuando comenzó el juicio.

—Verlo a él otra vez fue toparme otra vez con todos esos años de violencia, ver su cara de hijo de puta.

Por fin, el 25 abril de 2016, Albornoz, fue condenado a 11 años de prisión inmediata por “intento de femicidio” por el Tribunal en lo Criminal N° 1 de Morón.

Ahora Karina junto a su hermana denuncia casos de violencia que padecen otras mujeres porque se dio cuenta que esto no le pasaba solo a ella, sino a miles.

Foto de portada: Jime Valle

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