Cuando me preguntan por mi viaje a Moscú, lo primero que describo es la cocina chiquitísima de un departamento de dos ambientes. La gente suele desilusionarse un poco.
Si me hubieran preguntado antes de irme a Rusia, podría haber contestado la Plaza Roja, la tumba de Lenin, el Bolshoi. Debo confesar que a los últimos dos nunca entré: aunque parezca increíble, siempre surgía algo mejor para hacer.
Las primeras seis semanas en Moscú, viví en un hostel cerca del Kremlin con un grupo de colombianos, brasileros, chinos e indios. Las últimas tres, viví con cuatro mujeres rusas sobre la calle Arbat, a dos estaciones del centro de la ciudad, en el barrio de VDNKh, que se pronuncia bedenjá. Un equivalente con Buenos Aires podría ser: mudarse de Recoleta a Flores.
Moscú es una ciudad de catedrales enormes y doradas, y de estaciones de metro bajo la tierra, que son tan imponentes como las catedrales. En los locales para turistas llenos de repisas repletas de souvenires predomina el color rojo. Exactamente abajo del Kremlin hay un shopping subterráneo que ocupa varias manzanas. Es imposible perderse, porque dos “Emes” luminosas señalizan lugares conocidos y seguros: el Metro y McDonald’s.
Ahora sí, volvamos a la cocina. Cuando me mudé con las rusas a Bedenjá, me perdí. El primer día me metí en otro departamento, que no era el de Katya. Cuando llamé a Alyona, su compañera de piso, para que me fuera a buscar, me dijo que todos los edificios de ese barrio eran iguales por fuera y por dentro y que la contraseña para abrir el portón de chapa que los protegía era en todos la misma.
Alyona me contó que Bedenjá es un barrio que se construyó durante la Unión Soviética. Bloques gigantes de cemento gris de cuatro o cinco pisos, intercalados con espacios de juegos para niños. Son todos iguales: con un sube-y-baja, hamacas y una trepadora en forma de arco iris. Rejas bajitas de hierro pintadas de celeste o de amarillo, casi lo único con color en un paisaje gris y blanco.
La atracción del barrio es un parque de diversiones descuidado que supo ser un centro de exposición de logros en materia de economía, tecnología y ciencias. Algo así como Tecnópolis pero con cohetes que habían ido al espacio de verdad. Ahora hay una montaña rusa (allá se llama montaña americana) que todavía funciona y una feria de regalos en la que se pueden encontrar pashminas rusas hechas en China y mamushkas (para ellos matrioskas) con la cara de Obama.
El departamento de Katya y Alyona no era como las fotos que se veían en Internet: tristes, grises y con alfombras colgadas como cuadros. Pero tampoco era todo lo contrario.
No tengo ninguna foto pero me acuerdo exactamente el tono rosa viejo-envejecido del papel tapiz que cubría todas las paredes. En el cuarto de ellas, que compartían conmigo, había alfombra marrón en el piso, un sofá cama que compartían y otro sofá cama que me prestaban a mí. La única decoración eran unas banderas de España, Colombia y Portugal, regalos que le hacían a Katya los extranjeros.
La otra habitación era de dos señoras mayores. Tenían baja estatura y una, dientes de oro. Pude espiar una sola vez el cuarto: contaba con dos camas de una plaza separadas por un pasillo y las paredes estaban repletas de estantes con objetos que no llegaba a divisar.
Mis dos amigas trabajaban mucho. Alyona todo el día en una productora de televisión donde su tarea era despertar a actrices de doblaje que todos los días se quedaban dormidas y Katya seis días de la semana completos en el hostel.
Muchas veces salíamos a tomar cerveza (no vodka) a bares que quedaban en sótanos, y cuando tenían tardes libres me llevaban al parque de VDNKh o a algún parque nevado enorme o a un mercado en el que se podían conseguir a mitad de precio las matrioska, sombreros e imanes con naves espaciales que se vendían carísimos cerca del Kremlin.
Ahora sí, volvamos a la cocina. Una noche, Alyona me contó en el cuarto más pequeño, en inglés perfecto, que a su mejor amiga la había conocido en Estados Unidos, pero que ya no se veían. Otra, que Katya tuvo libre, las tres tomamos vodka en la cocina, salimos, pensamos que habíamos perdido mi pasaporte y cuando volvimos tomamos el agua de un frasco de pepinitos en vinagre para no tener resaca.
En las dos semanas, sólo una vez vi a Katya y Alyona cruzarse con las dos señoras. Los dos grupos se movían estratégicamente para no molestar a las otras. El lugar donde coincidimos todas fue la cocina.
Era mi última tarde.
Alyona habló con ellas en ruso, y después me explicó en inglés que las dos señoras, que nunca me habían hablado, habían preparado panqueques con dulce de frutos rojos casero para mi despedida. Eran perfectos. No muy pegajosos, ni muy dulces.
Se enojaron mucho cuando salí de la cocina y les dije que no a llevarme una vianda para el avión.
PD: No hay fotos de la cocina porque al volver del viaje, por un percance doméstico, Tamara perdió el celular donde tenía todas las imágenes «tontas» de Moscú.