La isla (Maciel) y el té de la mañana

Hoy fui, en combi, a la Isla Maciel. Cuando llegué, sentí decepción. No hay que subirse a ningún barco, ni nadar un largo para llegar a ella. Es muchas cosas, pero si hay algo que claramente no es: una isla. 

 

Dicen que la confusión de su nombre se debe a que para llegar desde la Ciudad de Buenos Aires, hay que atravesar el Riachuelo, sobre el puente Avellaneda.  Sí es cierto, el Riachuelo la delimita, pero sus otros laterales  son calles de asfalto o tierra. El arroyo Maciel está entubado.

Se trata de un barrio pobre de Avellaneda, al sur del conurbano, rico en historias: ahí estuvo el frigorífico más grande de Argentina y en los 70 se hizo conocido por los prostíbulos. Se dice que nuestros abuelos iban a debutar ahí. Pero ahora quedan mitos, prejuicios, el clásico San Telmo y Docksud, chapas de colores y grafittis callejeros que no tienen nada que envidiarle al barrio lindero y bien turístico de La Boca, o para ser más internacionales, a Berlín o Nueva York. 

La escuela primaria Nº 24 al costado de su entrada, tiene un mural que muestra un grupo de casas de colores sobre un amanecer naranja. 
Sé que lo que les voy a contar puede parecer un detalle menor. Pero para mi fue determinante: un maestro del colegio cuenta que allí van chicos de padres obreros, de madres laburantes, pero también de padres y madres que los abandonan y que no tienen a nadie que los despierte para ir a la escuela. Entonces la mayoría, van solos.

Inmediatamente, vino a mi mente ese pensamiento egoespontáneo: cómo eran mis mañanas a los 13 años. Antes de llevarnos al colegio, mi viejo me alcanzaba un té a la cama. Era un ritual que jamás se cortaba, que nadie cuestionaba: cuando me iba a despertar, llevaba un té caliente y lo apoyaba sobre mi mesa de luz. Había mañanas que me lo tomaba frío; otras, en las que sólo aspiraba un sorbo humeante y otras pocas, como si fuera un museo del té, lo dejaba en exposición. 

Los mexicanos se suelen burlar del desayuno de los argentinos: té, mate o café con una medialuna o un par de tostadas con mermelada. Nos cargan con que la mayoría de los argentinos somos flacos por eso. Nuestro desayuno, les sabe a poco y a nosotros, el de ellos, nos da nauseas: desde que se levantan, están a puro tamal o taco con chorizo colorado. 

Cuando el maestro de la escuela de Maciel, la isla que no es isla, habla de ese nene de 8 años que se levanta solo porque nadie lo despierta, que se viste y va al colegio sin siquiera tomar un té, pienso en las tazas que jamás tomé y en los tamales. Pienso en las mañanas, en los niños, en los padres. En los desayunos y en los rituales. 

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