—Hola, ¿Julio?
—Sí -repuso una voz grave.
—Fui tu alumna. Hoy, soy Madre de Plaza de Mayo- confesó Adelina Dematti de Alaye sin preámbulos, aquella fría mañana de 1979 en París. No podía perder un minuto. Estaba de paso y debía regresar con apoyo.
—Te quiero conocer -respondió Cortázar con el inconfundible arrastrar de las erres.
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“No queríamos que sonara el timbre. No queríamos que terminara la clase de Historia Mundial Contemporánea. Él narraba la historia como si fuera un cuento. Era un personaje raro en Chivilcoy. Lo recuerdo alto, elegante y con los ojos muy separados. Tenía el rostro aniñado, piel de bebé y, ni por asomo, una sombra de barba. Se hizo querer. En 1943 estábamos en tercero y nos dijeron que se iba. Le pedimos permiso a la directora para despedirlo. Y la bruja nos dijo que no. Qué rabia. Lo volvimos a ver cuando formalizó su renuncia. Después llegó París. Pero para eso había pasado mucho tiempo. Mucha historia. Arrugas. Injusticias. Y libros. Él ya se había transformado en Cortázar y yo en Madre de Plaza de Mayo”.
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Una invitación especial le permitió a Adelina formar parte del Coloquio de París sobre desaparición forzada. Ese 1 febrero de 1981, se sentó junto a Hortensia Bussi, viuda de Salvador Allende. Un silencio profundo se hizo sentir en la sala, cuando se puso de pie el escritor. Cómo había cambiado, pensó. Julio, ese profesor de pueblo, se había convertido en Cortázar. Un hombre de letras. De palabra. Un revolucionario. Tenía una barba tan pronunciada que podía confundirse con esos desconocidos que treparon Sierra Maestra. Llevaba unos anteojos tan gruesos como los de esos intelectuales que dejaban de mirar sus bibliotecas para hundirse en el overol.
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Le gustaba su trabajo. Era su mundo. Había recorrido bastante para llegar ahí. Antes de ocupar el cargo de directora del jardín 901 de La Plata, había sido preceptora y maestra. También había estado con su marido y sus hijos por distintos puntos de la provincia de Buenos Aires, como Carhué, Azul y Brandsen. Pero para 1977 las discusiones eran acaloradas. “Mamá, retirate ahora. Es lo mejor”, le había insinuado Carlitos. Era insistente y su voz era difícil de esquivar. Su padre había fallecido en un accidente y él comenzó a ocupar ese lugar. Con sus 21 años, cuidaba de su madre y de su hermana María. “Te vas a convertir en esas viejas que están todo el día ahí metidas”, le dijo otra vez. Punto.
El sol del 5 de mayo de ese mismo año despertó a Adelina con una decisión. Iba a comenzar los trámites de jubilación.
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“Nunca le pude decir que había tomado la decisión. Ese mismo día lo desaparecieron. Él estaba en bicicleta cuando lo pararon. Se dio cuenta que era una ratonera. Que lo estaban buscando. Que querían llevárselo. Se resistió y le dispararon. Lo metieron en una camioneta. Después supe que pasó por la Cacha. Nunca le pude decir que me iba a jubilar, como él quería. Qué rabia”.
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Durante el Coloquio, Cortázar desplegó un papel tan blanco como el pañuelo de Adelina. Lo abrió con la soltura con que las aves separan sus alas. Y echó a volar sus palabras al comenzar a leer “La negación del olvido”: “Todo lo que podamos hacer en el plano nacional e internacional, tiene un sentido que va mucho más allá de su finalidad inmediata; el ejemplo admirable de las Madres de la Plaza de Mayo está ahí como algo que se llama dignidad, se llama libertad y, sobre todo, se llama futuro”.
Esa tarde compartieron el viaje de regreso. Compartieron el camino. Ella le pidió el texto original. Dos días después lo recibió por correo. Lo conservó como un tesoro hasta su último día, el 24 de mayo de 2016, cuando un diario tituló: “El último adiós de la Madre que fue alumna de Cortázar”.
¿Cuánto habrá aprendido aquel maestro de su alumna?