Las chicas de la Guerra de Malvinas

Por Noelia Monte

El 7 de junio de 1982, Silvia se preparaba para dar clase de instrumentación quirúrgica en el Hospital Militar Central de la Ciudad de Buenos Aires. Mientras los médicos se encargaban de enseñar el contenido teórico, ella junto a otras compañeras, se ocupaban de lo práctico. Las alumnas iban a vivir la primera experiencia en quirófano. Por eso, el entusiasmo y la efervescencia estaban a flor de piel. Sin embargo, la llegada de un mensaje cambió el rumbo de aquel lunes por la mañana. Se necesitaban instrumentadoras mujeres para asistir en la Guerra de Malvinas.

— Dejé ahí mismo a las chicas y vine a la dirección a presentarme –recuerda Silvia, hoy, con los ojos brillosos, desde su oficina en el Hospital Militar.  

De todas las convocadas, tan sólo cinco jóvenes aceptaron la idea de viajar a Malvinas. Silvia fue una de ellas. Ella no vaciló en ningún momento. También se sumó una mujer del Hospital Militar Campo de Mayo, que era la más grande. Tenía 33 años, mientras que las demás rondaban entre los 23 y 25 años. Cada una recibió una bolsa con los elementos indispensables para subsistir, y una medalla con el nombre y el grupo sanguíneo por si algo les pasaba. El General les pidió que de inmediato fueran a buscar la ropa militar al depósito y que se hicieran presentes a eso de las cuatro de la mañana.

—La ropa más chica nos quedaba gigante. Nos tuvieron que dar ropa de verano.

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Silvia Barrera nació el 25 de abril de 1960 en el barrio de San Martín. Tiene estatura baja, pelo rojizo, ojos oscuros y cutis de porcelana. Con veintitrés años recién cumplidos, tomó una decisión que le marcó la vida para siempre. En ese momento, vivía con su padre – un militar retirado-, su madre – una ama de casa- y su hermana menor.

Desde chica, le enseñaron que estar al servicio de la Patria es lo más importante. Siempre le apasionó viajar y los temas relacionados a la salud. Por eso, al finalizar el secundario, sus dudas giraban en torno a dos caminos: ser azafata o ser instrumentadora quirúrgica; pero se inclinó por instrumentación.

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Después de presentarse en la dirección, Silvia llegó a su casa, preparó las pertenencias que la acompañarían en la aventura y las guardó en un bolso de mano, el único “equipaje” que se les permitía llevar. Más tarde, decidió ir a la peluquería y cortar su larga cabellera. Al regresar, le contó a su familia la decisión tomada.

— Mi papá quería tener varones para mandarlos al colegio militar. Pero justo yo me ofrecí para ir a Malvinas, entonces él estaba chocho. Mi mamá no me dijo nada, en el momento no reaccionó.

“Tráeme foto de todo lo que veas” fue el pedido del padre a su hija y le regaló una Minolta Pocket, una cámara fotográfica muy pequeña, que le permitió obtener fotos inéditas de la guerra.

Al día siguiente, Silvia llegó Hospital Militar Central. Se despidió de sus familiares y compañeros de trabajo, se unió al grupo médico y juntos, se dirigieron a Aeroparque. Allí, un avión de línea los esperaba y a eso de las seis de la mañana, partieron rumbo a Río Gallegos.

Un par de horas después, aterrizaron en la localidad santacruceña, que por su proximidad a Malvinas se pensaba que sería el próximo blanco de ataque del Reino Unido. Así fue que, al descender, se encontraron con una ciudad militarizada, precavida. Las ventanas estaban tapiadas con madera y las casas estaban camufladas de verde para perderse en el paisaje desértico.

—Cuando llegamos, empezamos a notar cómo estaba la situación. Porque en Buenos Aires leías las noticias en el diario y decían que siempre íbamos ganando.

A pesar de que nadie había ido a recibirlos, la ayuda de un doctor fue crucial. En un Jeep, los trasladó hasta el Hospital de Río Gallegos. A las mujeres las enviaron a un depósito logístico, en donde les brindaron ropa de invierno y les enseñaron a ponerse los borceguíes. Después las llevaron a unos depósitos de la aeronáutica en el Puerto de Punta Quilla y, segundos más tarde, fueron recogidas por un helicóptero para ir rumbo al Almirante Irizar, el buque que se transformaría en su hogar durante los próximos días.  

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La guerra había comenzado el 2 de abril de 1982, cuando el gobierno de facto bajo el mando del dictador Leopoldo Galtieri había decidido invadir las islas con el objetivo de recuperar la soberanía argentina sobre estas tierras. La operación fue considerada por muchos como la “última jugada” de la dictadura militar para acabar con la polarización que vivía el país en ese momento.

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El reloj marcaba las cinco de la tarde. Mientras clamaba el viento, rugía el mar. Y tras pasar por un manto de neblinas, el helicóptero se preparaba para aterrizar. Al arribar a superficie, la puerta se abrió y las seis instrumentadoras descendieron con ansias de ayudar. Tal vez por la juventud, tal vez por las ganas de triunfar. Uniformadas de pie a cabeza, las mujeres alborotaron a la tripulación y la superstición de que iban a traer mala suerte no se hizo esperar.

— Dijeron “que se vuelvan a subir estas chiquitas”, “yo no las quiero”, “es mi cubierta y nos van a bombardear” –revela Silvia.

Sin embargo, la seguridad que tenían de sí mismas era tan grande que nada las pudo frenar. Se encargaron de conseguir un camarote para dormir y más tarde, se pusieron a trabajar para tener todos los elementos ordenados y esterilizados antes de la llegada de heridos, que aumentaban con los bombardeos nocturnos. Cabe destacar que Argentina tenía solo dos buques que funcionaban como hospitales: los rompehielos ARA Almirante Irízar y ARA Bahía Paraíso.

Al otro día, bien temprano, comenzaron a llegar los primeros heridos, que iban desde del campo de batalla hasta los puestos de socorro. Allí se les hacía la primera curación y se los mandaba al hospital de Puerto Argentino, donde se les realizaba el tratamiento quirúrgico y después se los pasaba al buque. El traslado era mediante helicóptero.

—Los soldados llegaban mudos. No querían hablar. El problema era que una vez que estaban limpios, calentitos y alimentados, querían una contención. Querían contarnos de sus familias, querían que los ayudemos a escribir cartas y nosotras no dábamos abasto.

La mayor dificultad aparecía a la hora de cargar a los heridos. Los buques tenían que realizar una maniobra que les permitiera unir dos barcos y hacer el traspaso con el mar en pleno movimiento. Todo ese “traqueteo” era perjudicial, ya que las heridas que habían sido recientemente operadas se solían abrir. De esta forma, cuando llegaba al buque, había que re-operarlos y la situación se agravaba.

—Teníamos que cepillarlos para sacarles la turba que se les impregnaba en la batalla y no te dabas cuenta dónde tenían las heridas. No sabías si se las abrías o no. Todo eso no era parte de mi trabajo, pero había que hacerlo.

Las instrumentadoras se ataban a la camilla con vendas de gasa para poder trabajar al compás de los movimientos del buque. Por otra parte, si bien en las cirugías se utiliza una mesa para poner todas las herramientas, en el buque esto era imposible. Los elementos no permanecían quietos, por más que la mesa estuviera aferrada al piso. En consecuencia, los pacientes eran usados como mesa.

— Trabajamos día y noche. Descansábamos un rato cuando nos turnábamos. Salíamos a fumar a la cubierta y ahí veíamos lo que pasaba afuera.

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La noche del 13 de junio de 1982, Silvia había terminado de instrumentar y se encontraba en el casino del buque tomando un café. Ya habían pasado dos meses del inicio de la guerra y cinco días desde que ella estaba asistiendo en la zona. En un momento, se fue a fumar y por medio de altoparlantes se informó la noticia menos esperada: se iba a firmar la rendición. Las sonrisas se fugaron de los rostros de todos. Afloró la desazón, el descontento. Había mucho dolor. Era el fatídico final.

—Los marinos se quebraron. Ellos querían seguir peleando, tuvimos que hacer de hermanas de todos.

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El 17 de junio de 1982, Silvia y sus compañeras de aventura llegaron a Comodoro Rivadavia. Se les designó a dos oficiales de inteligencia para que las vigilaran y, en un Jeep descapotable, las llevaron a un hotel para que permanecieran alejadas de los heridos en la despoblada pero cercana Rada Tilly, una localidad de Chubut.

—Estábamos nosotras solas con un sereno. No había comida, no había nada. Nos bañamos y dijimos: “¿Qué hacemos acá?”.  Nos pusimos todas de acuerdo y nos escapamos.

Llegaron a una pizzería de Comodoro Rivadavia, y como contaban con muy poca plata, pidieron una pizza con cerveza para las seis jóvenes. No era común ver mujeres vestidas como militares y mucho menos que volvieran de la guerra. Fue así que varias personas del lugar pidieron sacarse fotos con ellas. Al otro día, fueron llevadas al aeropuerto para aguardar por el helicóptero que las regresaría a sus hogares.

El 20 de junio, que era el día de la Bandera y del padre, un Hércules descendió en la base militar del Palomar con las seis instrumentadoras. Habían sobrevivido a la guerra.

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Hoy Silvia tiene 57 años. Se casó y formó una familia. Tuvo cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. Convive con algunas secuelas que le dejó la guerra como diabetes, hipertensión, tendencia a la obesidad, trastorno con el orden y dificultades para dormir, que derivan en dolores posturales. Estudió Ceremonial y Protocolo, y se puso al mando de la organización de eventos del Hospital Militar Central de la Ciudad de Buenos Aires. Disfruta al recordar los días en la guerra y el lazo de hermandad que forjó con los veteranos. Tiene el honor de ser la mujer más condecorada del Ejército con 35 medallas y 45 distinciones. Es abuela de un nene de tres años, a quien cuida todas las tardes. En los momentos libres, brinda charlas en colegios y congresos. Busca que trasciendan los vestigios que le habitan en su cabeza de este capítulo de la historia argentina y que se difunda la labor de las instrumentadoras que en muchas ocasiones fue invisibilizada, inclusive en años de democracia.

—Si tuvieras que describirte, ¿Cómo lo harías? –le pregunté hoy en su oficina.

—Como una mujer que en un momento de su vida tomó una decisión muy importante, que le hizo cambiar toda su estructura. La hizo mucho más fuerte y luchadora.

— ¿Volverías a revivir esa experiencia?

— Pero mañana mismo, sin ninguna duda.


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