Lo que la copa me generó

Conocé en esta nota en primera persona como se vivió la final de la copa del mundo, los festejos post-partido y el poder ver a los jugadores en su caravana.


Son las 14:28 hs del domingo 18 de diciembre. La madera de mi pieza rechina por los pasos que doy. Los nervios me invaden el cuerpo. Mi televisión en silencio. Mi mamá, desde la planta baja, grita el tercer gol de Argentina. Me doy vuelta y el marcador dice 3-2. Ante el impacto me siento en la cama, perpleja, con el corazón en la boca. Una amiga me escribe por whatsApp. Pero yo solo rompo en un llanto desconsolado. Nunca lloré por el fútbol. Para ser sincera, mucho no lo entiendo. Pero digamos la verdad: algunas cosas no hay que entenderlas, sino vivirlas.

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Fui a ver a River con mi familia. A Vélez con mi papá. Y a San Lorenzo con mi mejor amigo. Jugué al fútbol un año entero y cada tanto, me sumo a algún que otro partido. Me gusta el fútbol, aunque no lo entiendo. Soy de la generación que tuvo una adolescencia marcada por la derrota del 2014. Tenía 16 años cuando se disputó el mundial en Brasil.

No le prestaba mucha atención, pero cuando el árbitro marcaba el final de cada partido de la copa del mundo, me cambiaba y me iba con mis amigues a Ramos Mejía a festejar la victoria de Argentina. Hasta que un día, no me cambié. Ni partí hacia el corazón del oeste. No hubo festejo. Argentina había perdido la final de la copa del mundo. Y desde entonces, una herida se abría sin saber cuándo se iba a sanar.

Para ser honesta, me entusiasmaba el hecho de compartir la alegría popular pero no le prestaba atención al deporte en sí. Luego llegó el mundial de 2018, pero casi ni recuerdos tengo de como lo viví. Pero este mundial fue diferente.

Seis estampitas de santos en la mesa del comedor. Un sahumerio de Ruda y Romero para el primer tiempo. Otro de lavanda para el segundo. Short negro y remera de argentina. Televisor en cero. Y yo sola en una pieza de madera que, ante las altas temperaturas del país, era similar a un horno.

Todas esas cábalas para un solo fin: el triunfo de Argentina. Así fue como transcurrieron mis partidos desde el de México hasta el último, pasando por los penales de Holanda. El de Arabia Saudita hice todo lo contrario y desde ese entonces, memoricé cada paso y me juré no repetirlos el resto de los partidos. Y así fue.

Siempre fui de tener cábalas, aunque a veces no las respeté. Contra Francia no me rebelé como en otros momentos de mi vida. 15 minutos antes del partido empecé el ritual que repetí religiosamente desde el 26 de noviembre. “Somos campeones del mundo”, escuché decir al relator. Y ahí supe que respetar las cábalas, funciona.

El domingo 18 de diciembre salté, festejé, canté, caminé, fui de una punta de la ciudad a otra. Agarré una foto de mi abuelo, abracé a mi mamá, canté con mi ahijada, grité con mis amigues, me reí con conocidos. La alegría no se podía explicar. Llegué a Ramos Mejía, al lugar que tendría que haber ido 8 años atrás y sané esa herida abierta desde el 2014 entre festejos, canciones y el famoso “MUCHAAAACHOS”. Ni siquiera sé si puedo describir ese día, porque solo quien lo vivió, entiende de lo que hablo.

Pensé que ese sentimiento de alegría, éxtasis y todo lo que genera sentirte campeona del mundo, había terminado. Y que de a poco, había que volver a la rutina. Pero ayer volví a sentir lo mismo.

La caravana de la Scaloneta y de la copa del mundo

“Quiero ver a los campeones”, dije. Me levanté temprano y fui al predio de la AFA con mi prima. La mayoría de los autos en la calle tenían banderas de Argentina y el mismo destino que yo: Ezeiza. Eso que no se puede explicar, se respiraba en el aire. El sol brillaba más que nunca y quemaba en cada partícula de Buenos Aires. El tráfico se hacía pesado, pero la ilusión lo saboteaba y aplacaba la espera.

La gente cantaba y caminaba. Llegamos a la Autopista Ricchieri, que estaba teñida de Celeste y Blanco, no cabía lugar para otro color. Se veía a lo lejos el micro de la Selección Argentina saliendo para saludar a la gente, que aguardaba ansiosa entre cantos, espuma y lágrimas.

A medida que el micro se acercaba, la emoción se apoderaba de mí. Cuando el micro se acercó, no lo podía creer. Scaloni. Molina. Cuti Romero. Otamendi. De Paul y un montón de jugadores más que de a poco se abrieron paso, se corrieron y atrás de todo estaba él: nuestro capitán, nuestro messias, el dios del fútbol. Lionel Messi.

Nunca pensé que iba a estar frente al mejor del mundo, que, dicho sea de paso, a su costado tenía la copa del mundo. Esa que tanto soñó. Mis lágrimas no tardaron en llegar. ¿Otra vez estoy llorando por el fútbol? Otra vez estoy llorando por el fútbol.

No sé bien qué pasó este mundial. No sé si fueron las cábalas, el equipo, el técnico, el contexto del país, las brujas o las redes, pero lo que sí sé, es que este mundial fue diferente. Después de mucho tiempo volví a llorar desconsolada y por primera vez, el motivo era el fútbol. Impensado para la Mai Britos del pasado que la del 2022 esté llorando por el fútbol. Pero así es la vida. Gracias a La Scaloneta descubrí sentimientos por algo que pensé que no tenía y por primera vez, me sentí 100% parte de un equipo, de un cuerpo técnico.

Solo me queda agradecerles. Por hacerme sentir parte de algo que quizás no entiendo mucho pero que me generó todo. Gracias Scaloneta. Gracias Messi, nuestro capitán. Hoy, más segura que nunca, te lo digo: te amo hasta el fin de mi vida.

Y es verdad, algunas cosas no hay que entenderlas, sino vivirlas. Y yo viví lo que pensé que nunca iba a vivir.


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