Taller para celosos

Gatos blancos, negros y atigrados rondan los pabellones del hospital Enrique Tornú de Buenos Aires. Con un andar majestuoso, recorren las calles arboladas que unen las edificaciones de estilo romántico que conforman todo el nosocomio. Son las ocho de la noche de un miércoles. Hoy, además de felinos, hay celosos y celados. El lugar es la única sede en el país donde se dicta un taller dedicado exclusivamente a aprender a tratar situaciones de celos en la vida cotidiana.

Una mujer, que llamaremos Lola, tiene el rostro serio. Las arrugas en su cara parecen multiplicarse por su expresión de preocupada.  Debe tener unos 50 años. Su pelo rubio lacio apenas le roza los hombros. Es delgada y está esperando en la puerta del aula para entrar. Nunca antes había pisado este lugar. Se enteró del taller al verlo en un noticiero, hace un par de años atrás. Pero decidió venir hoy. Explica que lo hizo porque todos le dicen que es celosa. Y lo soy. Dice ella. Lo soy, lo soy. Se repite como si se estuviera en un confesionario.

—Es que a mí cuando se me mete algo en la cabeza es como una espina que no me puedo sacar. Y te pincha -dice, mientras hace un gesto con su mano derecha como si le estaría clavando algo a alguien- Te pincha, hasta que no sabes qué hacer.

Hace más de treinta años que está casada. Dice que una vez le encontró “algo sospechoso” a su marido -no aclara qué, pero se sobreentiende- Desde esa vez, repite, nada volvió a ser lo mismo.

—Adelante.

El profesor Luis Buero la hace pasar a una sala que hace de aula.

—No te conozco. ¿Es tu primera vez acá? –le pregunta a la nueva alumna.

Ella contesta que sí. Él le indica que debe llenar los datos en una planilla: nombre, apellido, DNI y un mail de contacto. Ella se niega, dice que no lo hará hasta el próximo encuentro. El la respeta. Al mismo tiempo, los alumnos ingresan al salón. Una joven de 25 años, un hombre de 50 y otra dama de treinta y tantos. Con Lola, ya son cuatro. Se van acomodando en los distintos pupitres que el profesor posicionó en forma de semicírculo.

Luis Buero es periodista, guionista, psicólogo social y autor del libro «Los celos en los vínculos cotidianos», que escribió luego de dedicar seis años de su vida a dar esta clase de talleres. Usa anteojos, es delgado y tiene una frente ancha que su falta de cabello deja al descubierto. Le reparte una hoja a cada participante y les explica la consigna: todos deben imaginarse que son el Dalai Lama. Es decir, un maestro espiritual que todo lo sabe y que desde ese lugar contestan las preguntas que están en el papel.

—Disculpe mi ignorancia-lo interrumpe Lola. Pero no entiendo.

El profesor le vuelve a explicar que conteste las preguntas como si fuera una persona muy sabia. Ella se ríe a modo de aprobación y empieza a escribir.

—Ahora, uno por uno, lea en voz alta lo que escribió.

Lola lee la consigna: «Maestro, tengo la suerte de estar frente a usted por unos segundos y quisiera preguntarle, ¿Cómo puedo hacer para conocerme a mí mismo?» No se -responde ella.« ¿Por qué siento celos con facilidad?» No se -escribió ella.

El profesor trata de que su cara no transmita sorpresa, pero se nota que está sorprendido. Parece que Lola no comprendió la consigna, pero no le dice nada. Ella sigue.

— « ¿Está bien que el amor que me tengo dependa exclusivamente de lo que me quiera el otro?» No. « ¿Qué es la libertad interior? Ser libre con uno mismo, responde y pregunta «¿Qué es la vida?» Ser feliz, y por momentos estar triste.

Mientras Lola lee, entran dos alumnos más: un hombre de 33 años y otra chica con rulos que parece igualarlo en edad. Se sientan y continúan escuchando a sus compañeros. Luego el profesor toma la palabra.

—En toda buena relación debe haber dos factores: la ternura y la sexualidad. Cuando se unen, en general, es cuando surgen las parejas formales. Ahora la pregunta es ¿cuáles son las razones de la infidelidad?

Francesca es una solitaria ama de casa. Está casada y vive, junto su pareja e hijos en Estados Unidos. Mientras ellos fueron a pasar unos días a las afueras, alejados de su hogar, ella conoce a alguien muy especial: un fotógrafo. Este hombre es enviado por un famoso canal de televisión para realizar una serie de fotos sobre puentes: los puentes de Madison.

—La famosa escena de esta película, cuando ambos están debajo de la lluvia y ella debe decidir qué vida elige -la de quedarse con su familia o lanzarse a la aventura con el fotógrafo- es una de las diversas razones de la infidelidad: romper las estructuras- explica Luis, mientras se acomoda los anteojos. En el caso de Francesca, ella estaba feliz con su marido, era una relación equilibrada. Pero algo le faltaba: tal vez se sentía poco mujer.

Una de las alumnas treintañeras, sin que nadie le pregunte nada, comienza a hablar. Ella dice que al poco tiempo de ser madre le fue infiel a su marido. Fue una sola vez. Como un recreo. Pero explica que ese recreo se alargó más de lo pensado. Fue un entretiempo en el cual pasaron varios jugadores. Hasta que se divorció y ahora está en pareja con uno de esos amantes. Le es fiel, pero duda de él. Está tan celosa que no puede controlarlo. Le revisa mails, celular y todo espacio de intimidad que se le cruce en el camino. El novio dice que desde que va a este taller -tres sesiones- ella está más calmada.

—Mi pareja reconoce mi progreso. Estoy más tranquila. Eso es bueno -aclara.

El profesor le agradece su intervención y continúa con la enumeración de razones: sentirse devaluado. Monotonía. Amenaza a la libertad. Alarde de poder. Vida sexual deficiente. Buscar nuevas sensaciones. Idealizar a un amante. Si la pareja lo permite.

—Pero, si el otro lo permite, no es infidelidad – lo interrumpe uno de sus alumnos. El de 33 años.

—Es una infidelidad permitida, pero infidelidad al fin -le replica el maestro y le pregunta a una de sus alumnas más jóvenes, que ronda los 25 años, que cuente cómo las generaciones actuales se toman el tema de la infidelidad.

—La infidelidad sigue siendo un tema que preocupa a las parejas -le dice la estudiante- Sin embargo, yo noto que hay más libertades que en generaciones pasadas. Cada uno puede salir por separado con sus amigos e ir a bailar y está todo bien.

El profesor dice que tiene el caso de una joven que sale con un hombre quince años más grande que ella y que muchas de estas diferencias, el hombre no las soporta. Cita a Sigmund Freud, a Jorge Luis Borges, describe escenas de películas de Charles Chaplin. Se nota que es un hombre culto y que le gusta encontrar ejemplos de celos en distintos formatos. Cuenta también la experiencia de otra alumna que está en pareja hace años con un hombre que le da seguridad emocional y que, sin embargo, todo el tiempo piensa en otro; en su ex: un hombre casado que nunca se animó a dejar a la mujer. Ella sabe que lo idealiza, pero no puede sacárselo de la cabeza, ¿Eso es ser infiel? ¿Pensar en otro y no llegar a lo físico es infidelidad?

Pregunta y nadie contesta. Lola tampoco, está callada.

El mismo alumno que interrumpió la vez pasada vuelve a hacerlo. Pero esta vez levanta la mano y dice:

—Profesor quiero agregar otra razón de infidelidad: la venganza.

— ¿A qué te referís con venganza? -le replica el maestro.

—A que tu mujer te mete los cuernos y te da tanta bronca que vos le haces lo mismo, por despecho -contesta el joven.

— ¿Pero ella nunca se enteraría?

—No.

Entonces el profesor le pregunta a toda la clase si ese caso es infidelidad. Una vez más, nadie contesta. El maestro sigue. Recuerdo que en otra sesión ella -y señala a una de las alumnas de 30 años- dijo que la angustia llegar a ser víctima de una infidelidad sin nunca enterarse.

—Y si. Si te enteras que te fueron infiel en tus narices, te sentís mal. Te preguntás, ¿cómo no me di cuenta?

—Supongamos que un día llegamos al trabajo y nos despiden, sin previo aviso ni nada. Chau. De un día para el otro, nos tenemos que ir. ¿Vos pensás que somos boludos? No, no somos adivinos. Menos que menos podemos controlar los deseos de los demás -dice el profesor.

—Bueno, pero tal vez nos podríamos haber dado cuenta que algo pasaba -le contesta la alumna.

-Si, pero tal vez no. Quién dice. No siempre uno tiene que echarse las culpas. Al fin y al cabo ¿qué es la infidelidad? Lacan decía que nosotros somos los protagonistas de nuestra propia obra de teatro y que lo que cambian son los actores, pero los personajes son siempre los mismos. Puede ser que cambies de novio y siempre le seas infiel. Pero tal vez no sea a ese novio al que le metes los cuernos.

— ¿Qué quiere decir profesor? le pregunta Lola.

—Lo que les pregunto es ¿realmente importa el otro o lo hacemos por nosotros mismos? Si el otro no se entera, ¿es infidelidad? Tal vez la infidelidad no sea con el otro, sino con uno mismo. Pero no importa, esa respuesta la dejamos para otro día.

Los participantes toman su cartera, bolso, cuaderno y se comienzan a ir. Algunos dicen que saben que ir a un taller de celos no es algo cool. Pero intercambian, en un encuentro semanal, sus experiencias y opiniones. Dicen que les hace bien. Lola no habla. Saluda y se va sola. Antes de bajar la escalera, corre con el pie un felino que le impide avanzar. No sabe todavía si la semana que viene va a volver. Tal vez lo haga. Tal vez no. Pero por lo menos en esta hora se dio cuenta de algo: ella no es la única en el mundo con una espina clavada.

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