— ¡No! — dijo con una “o” que sonó como muchas- Por favor, tenés que girar la perilla para el otro lado. Podés electrocutar a la clienta.
— Por favor, sacame esto que me da mucho miedo.
— Si, mi vida, quedate tranquila. No pasa nada.
La escena que desencadenó ese diálogo era algo así: tres camillas, separadas por cortinas verdes y azules, con tres mujeres boca abajo en bombacha y corpiño con electrodos en sus nalgas. Esos culos vibraban. Esas colas se movían producto de seis dispositivos eléctricos colocados con pinzas envueltas en paños mojados sobre la piel. Las empleadas de un centro de estética, al oeste del conurbano, son las encargadas de colocarlos y, una vez cumplida la pasada, que suele ser de veinte minutos, sacarlos. Lo que pasa es que, a veces, el ajetreo de las camillas, los aparatos, las mujeres que se quejan, las órdenes de la jefa, hace que se olviden de esa última parte.
—Ella es nueva. Y le tengo que repetir veinte veces las cosas.
La dueña explica el error de su empleada que casi gira la perilla para el máximo en vez del para el “off”. Por lo bajo, otra empleada le cuenta en voz baja a otra clienta que hace unos días le hizo ver las estrellas a una paciente porque se equivocó con el sentido de la rosca. Y también le cuenta que una vez, una de las pacientes terminó ella misma quitándose los electrodos porque ya había pasado su turno y ninguna de las encargadas se los quitaba.
Parece que suele pasar. Los accidentes con electrodos en el culo suelen pasar.
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Gordas, flacas, viejas, pendejas, docentes, divorciadas. Todas quieren una cola firme.
Y si haces spinning es mejor. Y si te pones esta crema es mejor. Ah sabes que si tomas jugo de zanahoria te agarras un color super bronceado y la cola, además de firme y parada, te queda como si hubieras tomado sol.
Esos eran los tópicos de las conversaciones, que se entremezclaban con cuestiones personales: que el cuerpo, que el marido, que los hijos, que no le pasa plata, que le metió los cuernos, que ella nunca trabajó y que no sabe que hacer; pero por lo pronto se hace electrodos.
— ¿Qué hago en este lugar? No soy vedette, no soy una enferma de la estética, no me gustan las conversaciones de este lugar, me siento una superficial, no vengo más.
Los pensamientos de Mara, una periodista de veintipocos, casi la hacen abandonar el tratamiento. Pero ya lo había pagado. Había sacado la promo por una página de Internet que brinda ofertas que se cumplen si equis cantidad de personas las compran. Más de ochenta la compraron y ella estaba dentro de ese número. Una amiga, más entendida en el tema, le había pasado el dato:
—Vas a ver que te saca la celulitis.
La celulitis. El archienemigo de cualquier mujer: seas progre, seas de derecha, seas pobre, seas rica. Nadie quiere tener celulitis. Esa palabra bastó para que Mara diga “compro”.
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Al martes siguiente volvió a ir. Se llevó un libro para no quedar tan superficial.
— ¿Qué estás leyendo? -le pregunta la empleada mientras le pasa un aparato por la cola que se llama ultracavitación, que dicen que quema las grasas profundas. Profundas.
—Un libro de crónicas de La Salada –le contesta tirada en la camilla.
—Ah.
Al martes siguiente volvió a ir. Se llevó otro libro.
— ¿Qué estás leyendo? le pregunta otra empleada mientras le pasa un aparato por una pierna que se llama radiofrecuencia, que tiene una especie de luz naranja que no se sabe bien qué hace, pero aporta al mismo objetivo: combatir al enemigo.
—Un libro de poemas de un chico que estuvo preso y ahora es poeta
—Ah.
Al martes siguiente volvió a ir. Estaba cansada, no quería leer.
— ¿Y vos a qué te dedicás? le pregunta la misma empleada que la última vez, mientras le hace lo mismo que la vez pasada.
—Soy periodista.
— ¡Qué lindo! Mi profesión frustrada.
— ¿En serio?
— Si, empecé a estudiar en tal escuela de periodismo y dejé.
— Ah, mirá vos. Tal escuela la dirigió mi editor ¿conocés a fulano?
— Si lo conozco. El me insistió para que no dejara. Igual después dejé y empecé derecho en la Universidad. Al principio me daba miedo el edificio, pero después pude entrar.
Le daba miedo el edificio. A Mónica le daba miedo el edificio. Ni bien la conoció, Mara pensó que era doctora o esteticista o algo así. Es que Mónica es una chica de cuarentipocos con ambo, seria, bastante callada y muy profesional en sus movimientos. Pero resultó ser la hija de la dueña, que empezó a estudiar periodismo, derecho, educación física y dejó. Finalmente hizo un curso de estética. Lo terminó. Pero se casó y dejó todo. Empezó, después, a tener problemas con los huesos, con su marido alcohólico, con la plata, con los hijos, con la madre.
Mara, ese día, comenzó a tener la cola más parada, pero también empezó a ayudar a Mónica. Cada martes que iba, la aconsejaba para con su marido, retomar los estudios y hacerse valer por si misma. Hasta llegó a regalarle un libro sobre feminismo.
Tal vez ir a culolandia seguía siendo superficial, pero no tanto como ella creía.
Publicado en la revista MEHGUSTA