Un día en Vietnam

 

Ya llevamos casi dos meses de viaje por el sudeste asiático, descubriendo historias, culturas, personas y sabores. Sin embargo, desde el momento en que pisamos tierra vietnamita, sentimos que todo nos conducía a un pueblo de tribus aborígenes sobre la montaña: Sapa, al norte de Vietnam. Allí vamos.

Al llegar, conocemos a Soah (“Su”, se pronuncia): pelo negro azabache hasta la cintura, estatura baja, ojos achinados y una sonrisa dibujada en su rostro a toda hora. Su atuendo está decorado por ella misma: chaleco con mostacillas y pantalones negros con flecos de colores. Un morral colorido le cruza su pecho y, en sus pies, lleva las zapatillas de tela que le regalaron por su cumpleaños.

Tiene 20 años y habla inglés perfecto. Su tono de voz cautiva a quien la escucha. Está casada desde los 17 y tiene un nene de un año que, cuando no hace mucho calor, se lo cuelga en la espalda para hacer el mismo recorrido que estamos experimentando junto a ella. Está casada con Pong, quien también es guía de turismo local.

Son doce kilómetros de caminata entre gigantes montañas que vigilan nuestro paso. Por su relato, nos enteramos que Soah pertenece a la tribu Hmong, cuyos integrantes cruzamos a lo largo del trayecto. Ellos utilizan este mismo sendero para trasladarse a pueblos cercanos.

Soah, mientras avanza, nos describe el ritual de casamiento que se realiza en su cultura. Para la ceremonia, las mujeres no se visten de blanco, ni los hombres de traje, sino que utilizan la misma vestimenta diaria, solo que sin estrenar. La fiesta suele celebrarse en la casa de la familia de la mujer, mientras que la del hombre es la que debe encargarse de todos los gastos de la boda.  Parece extraño escucharlo, pero la propuesta de matrimonio se lleva a cabo mediante un intercambio de sonidos: en su caso, los padres de Pong hicieron sonar un cuerno acústico y recibieron una respuesta con el mismo instrumento por parte de la familia de Soah. Y se concretó el acuerdo.

—Soy muy feliz con la vida que llevo. Mi marido es un gran compañero y sus padres me tratan bien- nos cuenta Soah mientras se desliza con destreza por el sendero estrecho, rodeado de rocas y pastizales, y nosotros intentamos seguir su paso audaz.

La joven hace ese mismo recorrido a diario, no solo para traer turistas, sino también para ir a buscar provisiones a la ciudad, cargarlas en la espalda y así llevarlas a su tribu de no más de mil habitantes, que viven, principalmente, de la agricultura y de la cría de cerdos y gallinas.

Avanzamos y divisamos los primeros cultivos de arroz sembrados sobre la montaña con la estructura de terrazas, que se asemejan a las que habíamos visto tiempo atrás en otro viaje, más cerca de casa, en Perú.

Debatimos con Soah la posibilidad de que dos culturas que nunca en la historia se cruzaron (la incaica y la indochina) tuviesen el mismo método de cultivo y la misma forma de aprovechar la naturaleza en su beneficio. Con una mirada cómplice, la joven sonríe y dice:

-Será que se parecían más de lo que nosotros conocemos hasta hoy.

Luego de almorzar omelette de huevo acompañado por el clásico arroz blanco oriental con una mezcla de vegetales, seguimos camino hasta llegar al homestay, la casa de una familia de la comunidad y nuestro hogar por ese día. Soah saca de su bolso una botella con licor de arroz, un brebaje que utilizan los chamanes de su pueblo para los encuentros. Estos sabios obran como curadores de su comunidad ante cualquier dolencia o consulta espiritual. Para ello, acuden a la sabiduría de las plantas sagradas. Otra vez, las coincidencias con la cultura incaica. Y, de nuevo, las risas cómplices con Soah. Ella sabe que, después de todo, somos hermanos separados solo por la distancia y que su cultura ancestral tiene los mismos matices que la nuestra, del otro lado del mundo.

La neblina que cubre los picos de las montañas se disipa rápidamente con el tenaz rayo del sol que se hace sentir en nuestras espaldas. Llegamos al parador de una ruta que se esconde entre las plantaciones de arroz. Es momento de despedir a Soah y de perderla, nuevamente, entre las montañas . Desde allí, una combi nos lleva de vuelta a la ciudad  para continuar con el viaje.

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