Vida de hongos

Tomar una de las vías que escapan de la Ciudad de Buenos Aires, como el Acceso Oeste o la antigua Ruta 7 hacia el lado de Luján, siempre es un atractivo para llegar a pueblitos que brillan por su historia. Tal es el caso de Carlos Keen, ubicado en el kilómetro 71, a pocos minutos de la famosa Basílica de Luján y a tan solo una hora de la Ciudad.

 

Uno de los caminos de entrada está enmarcado por el verde de los eucaliptos y los robles. El aroma es a trigo recién cosechado. Las calles son de tierra. Los carteles de venta de miel, quesos y huevos se suceden uno tras otro. Los pastizales al costado de las oxidadas vías del tren, un ex galpón de carga del ferrocarril y la típica estación de trenes abandonada, rodeadas por convocantes restaurantes de campo, indica la llegada al corazón de Carlos Keen.

Siguiendo un camino polvoriento señalizado por un letrero de madera tallado a mano que promete productos caseros, llegamos a una estancia. En un costado, hay un stand con lo que vende la familia: hongos frescos y secos, quesos saborizados, dulce de leche, tomates disecados, licores y cerveza artesanal. Del otro lado, un bosque inmenso.

En el fondo, la peculiar fábrica parecida a una casona de campo, conformada por cuatro habitaciones acondicionadas para el crecimiento del hongo y un pasillo que las conecta con el área de selección y empaquetado final. Una cartelera explica el proceso productivo: desde que se cultiva, hasta que se distribuye en comercios y restaurantes.

Una de las hijas de Leandro, Josefina, nos invita a realizar una visita guiada por la producción, mientras termina de maniobrar una de las grandes máquinas con forma de cilindro que se utiliza para el cultivo. En ella, se centrifuga y se pasteuriza el elemento principal para la siembra: la paja de trigo.

Por todas partes, hay una gran cantidad de hongos que sobresalen de pesadas bolsas de polietileno con agujeros, que contienen diversos sustratos como aserrín, viruta o paja de cereales humedecidos al 100 por ciento, pasteurizados y encerrados en habitaciones con una temperatura óptima para la proliferación de los hongos comestibles.

La especialidad que trabaja la familia Hernández es la Girgola, un hongo utilizado en la comida gourmet debido a su excelente calidad gastronómica y sus interesantes propiedades nutricionales: un alimento bajo en calorías que la gente compra porque reduce los niveles de colesterol. Por su aroma sutil y delicado, la Girgola es consumida en todo el mundo y es un mercado que se encuentra en constante crecimiento desde el año 2000.

En estos tiempos, donde la comida rápida es la solución a la falta de tiempo, la familia Hernández propone, además, una lista holgada de recetas que tiene a los hongos comestibles como el atractivo principal: pastas, hongos rellenos, cremas, ensaladas y salteados, entre otras exquisiteces.

Terminamos nuestra recorrida por la fábrica cuando el sol empieza a caer, reflexionando sobre la cantidad de historias que hay desperdigadas por Carlos Keen. Como la de esta familia, que dedica sus días a la producción de hongos comestibles para vender a los comercios de la zona y a los turistas que visitan el lugar. Un emprendimiento que nació en 2002, cuando Leandro Hernández y su familia dejaron la rutina de ciudad y optaron por la tranquilidad y los aires de campo. Una vida diferente. Con mates de madrugada y abrigos hasta la médula, para comenzar la jornada bien temprano. Con lluvia, con frío, con calor o con niebla se trabaja. Y se trabaja duro hasta que las últimas gotas del sol anaranjado se posa en los eucaliptos y los robles del costado de la ruta.

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