Crónica de madrugada

Es la madrugada del martes 12 de febrero de 2013. El celular, que en este caso cumple la función de despertador, no para de sonar. Marca las cuatro de la mañana, hora de levantarse. Nuestras vacaciones terminaron.  Martín, mi novio, aún duerme. Con mi brazo derecho trato de darle un empujón dulce para que se despierte, lo logro.  Sabe que ya nos tenemos que ir de Córdoba.  Debemos partir rumbo a Buenos Aires por obligaciones laborales. La madrugada está un tanto húmeda, al igual que todo lo demás: el rocío mojó todo a su paso, incluido nuestro auto.

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A Martín lo conocí en julio de 2008. Era de madrugada también. Yo caminaba por una de las avenidas de mi barrio -Castelar, al oeste de la provincia de Buenos Aires- con un grupo de amigos. Nos dirigíamos a un bar. Luego de hacer unas cuadras, un taxi, que justo pasaba por esa misma calle, frenó. Del auto se bajó un chico delgado, con rulos castaños y una barba que sobrepasaba su pera.

Cuando vi bajar a ese chico del taxi, lo supe al instante: me gustaba. El saludó a su hermano, que era uno de los integrantes de mi grupo de amigos, quien le ofreció sumarse a la salida. Algunos lo llaman destino. Otros, casualidad. El justo pasaba con su taxi por mi calle. Se cruzó al hermano, mi amigo, bajó del coche y terminó saliendo con nosotros.

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Nuestras vacaciones empezaron hace quince días. La meta era recorrer distintos lugares del país en auto. Estuvimos en Mendoza, la cuna argentina de la vitivinicultura, San Luis y ahora en Córdoba. El auto está cargado con todo lo que creíamos imprescindible para un viaje de esa envergadura: bolsos con ropa, una carpa, una heladerita de camping, bolsas de dormir,  comida no perecedera y souvenirs; cactus y vinos.

Nos subimos al auto y luego de dos horas de viaje llegamos a la ruta nacional 9, una autovía relativamente nueva que une dos de las ciudades más importantes del país: Córdoba con Rosario. Posee dos carriles diferenciados: uno que va y otro que viene. La ruta es recta, campo a ambos lados. No hay ni una estación de servicio, ni un árbol,  ni un tributo al Gauchito Gil, nada. Más de veinte kilómetros de monotonía.

El sol empieza a asomar, pero no en cualquier lugar: brota sobre la ruta y pega frente a nuestros rostros.

Cuanto más amanece, menos vemos. Los ojos se achinan.

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Cuando llegamos al bar, Martín ya sabía que me gustaba. Y a continuación no sigue algo parecido a un cuento de hadas, ni una cena romántica, ni una charla sobre Baudelaire: nos besamos. Nos besamos sin saber casi nada uno del otro.

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Lo próximo que recuerdo son flashes. Intermitencias. Imágenes entrecortadas. Mi cuerpo. Sangre. Vidrios. Llanto. Estoy al costado de la ruta, mi cuerpo está ensangrentado y repleto de vidrios pequeños. Martín me sostiene la cabeza y me habla. No sé bien qué me dice. Yo lloro.

—  ¿Qué paso, qué paso? –le pregunto.

— Chocamos contra un camión – me dice.

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Luego de habernos dado cuenta que a ambos nos gustaba cómo besaba el otro, nos pusimos a hablar. Y tuvimos una charla típica de dos personas que recién se conocen: profesión, estudios, lugar de procedencia. Casi como llenar una ficha. Le conté que vivía a unas cuadras del bar donde nos encontrábamos en aquel momento. Le conté además, como dato curioso, que al lado de mi casa, vivía el intendente de la ciudad.

El me contesta que su padre había construido una casa en esa misma cuadra, sobre esa misma calle. Entonces me pidió que le describiera cómo era. Y cada detalle coincidía con la casa que su padre había hecho. Para mí, se trataba de una mentira, esas mentiras piadosas que los hombres suelen contar en medio de una situación de cortejo.

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Unos hombres me suben a una ambulancia. Nunca en mi vida me había subido a una. No soy de esas personas que suelen tener percances físicos. Yo les converso. Les pido que me hablen para no perder la conciencia. Ellos me hacen preguntas: dónde me fui de vacaciones, cómo me llamo, a qué me dedico. Mientras tanto, Martín sostiene mi mano.

Sobre la camilla me ingresan a la guardia de un hospital –más tarde me enteraría que se trataba del hospital público Abel Ayerza de Marcos Juárez en Córdoba- y un grupo de mujeres –más tarde me enteraría que eran enfermeras y médicas- me rodean. Me limpian la sangre. Me dicen que no tiemble, que esté tranquila. Les digo que estoy enojada. Me dicen que me entienden. Algunas cocieron mi frente, otras me pegaron con gotita cortes en la nariz. Yo trataba de estar quieta, pero no podía. Me buscan una vena para ponerme el suero. No la encuentran. Todo mi cuerpo me duele. Mi cuerpo no entiende, yo no entiendo. Por momentos lloro, por momentos no recuerdo.  Por momentos, me desespero.

Martín no se mueve de mi lado. La remera amarilla que tiene puesta está repleta de manchas rosadas. Es sangre, es MI sangre. El no tiene ni una sola herida. Está sano. Cuando me trasladan a una habitación, me cuenta con más detalle lo que pasó.

Me dice que cuando él dio un pestañeo largo porque el sol no lo dejaba ver, teníamos un camión encima.

— Cuando abro los ojos, sobre tu lado, ya teníamos el camión encima. Empiezo a gritar y frenar. Cuando logro frenar, te veo a vos, inconsciente, tirada sobre un costado del asiento. No me dejes mi amor, te gritaba.

No me dejes mi amor, decía él. Trató de abrir la puerta del acompañante, pero no pudo, parecía un acordeón. Entonces volvió a entrar al auto y me sacó el cinturón (no quiero ni pensar qué hubiera pasado si no lo llevaba puesto).  Yo para ese entonces, ya había despertado y le pedía que me deje ahí, que me deje así.

El dijo no. Y me llevó al costado de la ruta.

El camionero frenó y se bajó del camión. Era un camión doble acoplado que estaba repleto de maíz. El hombre empezó a parar gente en la ruta. Una mujer se acercó a mí con una botella de agua y me tiraba el líquido encima. Otra persona bajó de su auto y llamó a emergencias. Pasaron cuarenta minutos hasta que llegó la ambulancia. Yo de todo esto no recuerdo nada. Lo único que me acuerdo es de haber vivido un sueño, un sueño que no parecía un sueño.

No soy de esas personas creyentes. No soy de ir a misa y por momentos me creo atea. Yo no recuerdo el impacto contra el camión, no recuerdo estar dentro del auto ensangrentada, no recuerdo nada de eso. Sólo me acuerdo de estar en un sueño blanco con mi abuelo que me transmitía tranquilidad. Mi abuelo es mi ídolo y murió hace seis meses atrás de un ataque al corazón. Tenía 83 años. Lo adoraba. Lo adoro.

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Al día siguiente, al despertarme, le pregunté a mi mamá si se acordaba del hombre que había construido nuestra casa. Ella me preguntó para qué quería saber eso. Porque ayer supuestamente conocí a su hijo y me intriga saber si es verdad lo que él me dijo, le contesté. Mi mamá –que es una persona muy organizada- empezó a buscar en unos cajones los boletos de compra venta de la casa, los planos y demás papeles donde podría estar ese dato.

Cuando encontró el plano, efectivamente el apellido de Martín coincidía con el del constructor. Yo me había mudado a esa casa a los 12 años y en ese momento tenía 22. Es decir, habían pasado diez años desde que Martín había estado ayudando a su padre a construir esa casa donde nosotros vivíamos en ese momento.

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Con el paso de los minutos, Martín le avisa a mis papás –que están de vacaciones en otra provincia-, a sus padres –que están de vacaciones en la costa- del accidente. Una enfermera nos dice que por el golpe que sufrí deben hacerme una tomografía. Como el hospital no tiene tomógrafo, debemos pagarla, al igual que el traslado en ambulancia. La plata no es algo que nos preocupe en ese momento y a todo le decimos que sí.
El traumatólogo debe venir a revisarme, pero no aparece porque está hablando con unos periodistas en el pasillo. Cuando me entero de esto me pongo más furiosa.

— Que deje de hablar con periodistas y venga a atenderme –le digo a la enfermera.
Al rato aparece el vicedirector de la clínica y nos dice que él se va a hacer cargo de los gastos. Poco a poco, voy cayendo en la cuenta de que ese hospital me hace acordar a estar en una película al estilo Patch Adams. Todos nos tratan como si fuéramos de su familia y las enfermeras se preocupan mucho por nuestro bienestar.

La tomografía dio bien. Tres horas más tarde empiezan a llegar nuestros seres queridos: padres, hermanos, amigos, padres de amigos. Más tarde, la gente del hospital les ofrecerá a nuestras familias habitaciones del hospital, que estaban vacías, para pasar la noche.

Yo estoy muy preocupada porque me falta un diente -en realidad más tarde me enteraría que no estaba roto del todo- pero yo siento un gran espacio vacío en mi boca. El impacto provocó que me mordiera la lengua, que ahora tengo rebanada en tres partes, y que me rajara tres dientes. Dos de ellos, los frontales.

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Unos días después de la primera noche en que nos conocimos, con Martín nos seguimos hablando y acordamos una cita. Una cita dio a otra, hasta que nos pusimos de novios.

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— Es todo cuestión de actitud Agustina. Tu salud depende de tu ánimo. Vos te vas a levantar y te vas a bañar. Porque los baños luego de los accidentes son muy importantes porque logran que se te salgan todas las astillas de vidrios que tenés en el cuerpo.

Eso  me dice la enfermera. Yo le contesto que no puedo levantarme. El golpe rectificó mi columna y cualquier cambio de posición me produce mareos.

— Levantate –me insiste con tono autoritario, pero a la vez con ternura.

No sé de dónde tomo fuerzas y logro levantarme. La enfermera pone una silla de plástico debajo de la ducha. Mi mamá me ayuda a bañarme.

A partir de ese momento, todo cambia.

Ya habían pasado varias horas desde el choque, estaba atardeciendo. Yo sigo acostada en camisón sobre una cama de hospital. Martín se asoma a la puerta de la sala, me toma del brazo y me invita a dar un paseo por el jardín del lugar. Caminamos lentamente. Poco a poco, mi cara se va aflojando. Empiezo a ver las cosas de otra manera. Me aferro a él,  que me sostiene y no me deja caer.

— Volvieron a nacer –nos dice una enfermera que nos cruza en el jardín.

Y parece que sí, volvimos a nacer.

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