El camino de la bisabuela

Hace un tiempo, Agustina sintió la necesidad de conocer dónde había nacido su bisabuela. Fue así que viajó a España y conoció Rianxo, un pueblo costero de La Coruña. Relato en primera persona de conectar con las raíces olvidadas.


1

Voy a intentar escribir lo que sigue a continuación sin filtros que embellezcan mis sentimientos. A mi versión de hace tres años la historia que voy a contarles no le hubiera interesado. Menos, importado. Pero lo espiralado de la vida me cautivó y ya no pude escapar.

Hay un cuento muy bello que dice que a las mujeres hace muchísimos años éramos como los árboles. Con raíces bien amalgamadas al suelo y copas altiiisimas. De esas que hay que encorvar bien el cuello hacia arriba para llegar a verlas. Los troncos eran erguidos, pero no lo suficiente para quebrarse. Tenían su parte más bien blanda, como un junco, que les permitía danzar al compás de los vientos.

Autora del dibujo, Estrella Cavalieri, mamá de Agustina

Estoy en Madrid. Me sienta natural caminar por el Parque del Retiro, como si llegar hasta aquí no me hubiera llevado un subte, dos metros y dos aviones. Alquilé un departamento por Airbnb, que está cerca de la estación ChanMartin, de donde sale el tren a Santiago de Compostela, en La Coruña, al norte de España, que me tomaré mañana. Esto no le hubiese resultado extraño a mi otra versión. Más bien emocionante.

Me levanto temprano, sin aún sonar la alarma del Iphone. Camino unas cuadras, entro al metro y llego a la estación, casi una hora antes de que salga el tren. Llevo mi mate de Frida, mi súper termo que aguanta las mil horas de calidez. Vaya donde vaya, algunos objetos se hacen infaltables. Me gusta recrear un pequeño hábitat itinerante a mi alrededor. Ya estoy en el tren. Tiene una mesa donde apoyar la computadora con la que escribo esto que leen. ¿Los objetos nos definen?

Por las ventanas, pasan flashes de lomadas verdes con flores amarillas. No sé qué flores serán. Veo la tierra, más negra, más rojiza. Veo la tierra y pienso que la tierra es igual en todos los países donde vayamos. Qué los hombres y las mujeres le hemos puesto límites e ideas que vienen más del prejuicio, de ideas mentales, políticas, de costumbres, culturales, de poder, de idiomas, de modas, de estilos, pero verdaderamente, la tierra, tierra, esa que se escurre entre las manos, es la misma.

Cuando era bien pequeña, apenas tenía un año, mi mamá preocupada fue a preguntarle al pediatra qué podía hacer con su hija: no paraba de ir al parque de la casa que teníamos en algún paradero nostálgico al oeste del Conurbano, gateando, sentarse en el pasto y comer: tierra.

A la hora y media de tren, nos dicen que tenemos que bajar porque el viaje sigue en bus. Empiezo a dormitarme. Hasta que me viene nuevamente esta idea… qué voy a buscar… qué estoy yendo a buscar…

No lo sé. Pero aquí estoy. En este preciso momento, mi motor es el movimiento.

No conocí físicamente a mi bisabuela Estrella. Sinceramente, cumpliendo la promesa que les hice más arriba, no me interesaba demasiado hasta hace no tanto tiempo. Sólo sabía que se llamaba igual que mi mamá. Pero ahora se volvió una especie de llamada de emergencia interna.

Voy a buscarla.

2

Cada vez estoy más convencida que las historias que callamos, que hasta desconocemos, por algún lado se cuelan dentro nuestro. Como secretos que en algún momento necesitan brotar por nuestra piel.

El tren se termina. Están arreglando las vías y nos hacen bajar con todo y seguir en bus.

—¿Va a Rianjo no? -le pregunto.

El chofer se ríe como si le hubiera contado un chiste malo y después, indignado, me dice que si.

Pensé que sería media hora o algo así. Pero son como tres. Me siento y al lado pongo mi mochila y bolso con el mate, como hacen muchos. Eso funciona como una especie de escudo de poder para que nadie se siente al lado. Pero esta vez no funciona: una señora mayor elige sentarse a mi lado. Ella pasa y yo me voy a la parte de atrás del autobús. Sólo queda libre el último asiento de atrás de cara al pasillo. Al menos puedo estirar las piernas, pienso. A mi lado, va un representante de Renfe. Con uniforme y barba bien arreglada. Guapo. Demasiado arreglado para mi gusto.

Esta vez no tomo mate. La curva y contracurva me quita las ganas. Empiezo a dormitarme. Algo entredormida me baja una idea como del más allá. Nena, sos periodista y jamás se te ocurrió buscar aunque sea un historiador del pueblo.

Este viaje no fue del todo planeado. Surgió la posibilidad de presentar un libro y me animé a venir. Después las cosas no salieron como lo planeé, como siempre sucede, y eso me dio más fuerzas a hacer lo que verdaderamente mi yo más profundo quería. Cómo me cuesta realmente escucharme. Pero escucharme en serio. Hacer silencio y preguntarme: realmente qué deseo.

Así fue que me animé e hice lo que en otro viaje no había hecho porque a mi yo del pasado tampoco le importaba. Sabía que mi bisabuela vino a Argentina desde España en la década de 1910, al igual que siete millones de europeos de la olas inmigratorias que se dieron entre 1880 y 1915. El 44,5 % provino de Italia y el 33% de España. Mi bisabuela está dentro de ese porcentaje, pero para mi ella es mucho más que un número. Entonces quise saber más sobre los detalles, por ejemplo, en qué pueblo vivió. Mi mamá me ayudó. Habló con una tío lejano y le pasó los datos del esposo de mi bisabuela, es decir, mi bisabuelo. Pero de mi bisabuela sólo se sabía que era de Rianxo y nada más. Contacté vía mail y teléfono al registro civil, pero nada. Ninguna respuesta.

Volviendo al bus, como tenía muy poca información, pensé que me gustaría aunque sea conocer la historia del pueblo. Periodistas ya había buscado y no había encontrado. El registro civil, como era sábado, no iba a estar abierto.

Me despierto y hago algo básico que hasta ese momento no se me había ocurrido: pongo en el buscador de Facebook Rianxo y empiezo a mandar solicitudes de amistad. Aparece la biblioteca de Rianxo. Sábado: abierta. Pero hasta las 14. Son las 12 del mediodía y yo llego a las 17. Escribo igual. Digo que soy periodista y que quiero saber de la historia del lugar. Dormito. El viaje sigue su zig, zag. Hago algunas stories contando la aventura. Vuelvo a despertarme a la media hora. Tenia una respuesta. La directora de la biblioteca, Sonia, me dice que ella está dispuesta a darme información y que me esperará allí. Que me daré cuenta cómo llegar porque Rianxo es muy pequeño.

No sé bien a qué voy.

Pero al menos, ahora, alguien me espera.

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3

Muchas veces escribí noticias bien, bien rápido. Sin siquiera sentir cómo estaba mi piel, mientras escribía porque era URGENTE. Era urgente contar YA sobre un atentado como si no hubiera mañana. Era URGENTE decir bien, bien la cantidad de muertos y heridos, hablar con funcionarios, con víctimas. Todo eso era URGENTE, mientras muchas veces nuestras historias, nuestras verdaderas historias, esas que no pasan a miles de kilómetros, sino bien cerca nuestro porque nos atraviesan, esas ni me las replanteaba porque no eran urgentes…

Qué fácil nos es mirar lejos, mirar lo otro, y no mirarnos a nosotras mismas.

Y no digo esto desde el ego, sino desde una deconstrucción individual que se hace colectiva. Imagínense si cada persona mirara para adentro. Observara, indagara de qué clases de historias está conformado nuestro ADN. Y dejáramos de contarnos, una y otra vez, la misma historia, que ni si quiera sabemos si es cierta. Si nuestro sueño colectivo fuera realmente hacer una sociedad mejor, amorosa, consciente, nuestras ancestras y ancestros quizás merezcan también ser revisados, deconstruidos. Sobre todo, esas historias de mujeres que jamás se contaron.

Unos minutos antes de llegar al pueblo, me empieza a agarrar piel de gallina. Como si todo ya tuviera sentido. Le mando un mensaje a mi mamá, a una tía lejana y a unas amigas. Me dan fuerza. Sé que quise hacer esto sola, pero no me siento sola. No lo estoy.

Cuando el bus llega a Rianjo, que en realidad es Rianxo, la adrenalina sube por mis venas. Pongo un pie en el pueblo sin siquiera ser consciente que quizás eso fue lo que deseó mi bisabuela toda su vida, desde que se fue en 1911, con 26 años, sin volver jamás.

Debo decir que esta primera impresión me sorprende. Rianxo es mucho mejor de lo que me había imaginado: tiene una hermosa costanera, amplia que da al mar. El pueblo me parece hermoso. Una mezcla de pueblo costero, ciudad medieval y callecitas. Me indican dónde queda la biblioteca municipal. Al lado de la iglesia. Así que me meto calles adentro para ir para el centro. Me encuentro con una especie de plaza seca, amplia, con pequeños edificios medievales que parecen de cuento. Vuelvo a preguntar dónde está la biblioteca y me dicen que allí. Camino por unas callecitas angostas y salgo a otra pequeña plaza con una iglesia y al costado está la biblioteca.

Subo unas escaleras, encuentro una puerta entornada y le pregunto a una mujer que allí estaba si era Sofia. Me dice que si, se asoma detrás del mostrador y nos abrazamos como si nos reencontráramos de otra vida.

Me pregunta en qué me puede ayudar y mientras tanto me muestra la sala. Está repleta de libros, estantes y una sala muy bella de lectura, con muchos sillones de paja puestos en hilera contra un ventanal y que más que España me rememoran al Caribe.

En la sala, hay una hilera repleta de libros de rianxeros. Me dice que es tierra de periodistas y escritores. No deja de sorprenderme ese dato ya que en mi familia soy la única periodista, dato que en mi árbol genealógico siempre me dejó pensando. Asi que eso me hace sentir que quizás este viaje me está haciendo recoger algunas piezas de mi historia.

— Bueno, en qué puedo ayudarte.

— Te cuento que vengo tras el rastro de mi bisabuela. Nadie la buscó nunca. Si a mi bisabuelo, pero a ella no.

— Y claro. Es mujer. Eso suele pasar con las mujeres.

La afinidad con Sofia es inmediata. Me ofrece caminar por el pueblo, mientras charlamos. Le digo que si. Y empezamos.

Por lo que encontré entre papeles e Internet ella vino a Argentina cuando tenía 26 años. Sus raíces quedaron bien desamparadas y algo mojadas. Estimo que habrá hecho uno de esos viajes en barco que tardaban meses.

Muchas de las especies de salvia inmigrante se jactan de lo europeizante. Ir a Europa es sinónimo de progreso en nuestro imaginario… Como si nuestras ancestras hubieran sido madames de las capitales más importantes de Francia, Italia, España, Suiza, Alemania.  Pero cuando quise más detalles (lo importante está en los detalles), resulta que ahí el tema se ponía escabroso… ¿Para qué querés saber tanto? ¿Qué estás buscando? En mi esencia hay algo de eterna buscadora y eso es atractivo. Pero como todo… cuando indagar es con unx mismo o un círculo más cercano, se pierde la gracia.

Aparecían datos. Siempre alguna tía perdida, o prima de una prima ya hizo esto antes que vos y puede pasarte papelitos, de papelitos o fotos de partidas de nacimiento, actas de matrimonio, certificados de defunción.

Me ofrece contarme la historia del pueblo, mientras caminamos y buscamos la única dirección que tengo, la de mi bisabuelo. Empezamos a caminar. Me lleva a las casas que se mantienen desde esa época, que se les dice “remo” por la forma que tienen. La piel de gallina vuelve cada tanto.

En las caras de las mujeres que pasan por las callecitas, veo a mi abuela: sus rasgos, sus formas.

Le saco una foto a la casa. La casa que hay en esa dirección se nota que es más moderna. Claramente no es donde vivió mi bisabuelo.

Resulta que la calle donde está ubicada se llama Alcalde, como el apellido de mi bisabuelo, el esposo de mi bisabuela. Sólo sé que se casaron en 1913 en Buenos Aires cuando ella tenía 29 años, que luego tuvieron siete hijos, todos en Argentina. La sexta fue mi abuela Ofelia. El primero fue Fernando, quien murió cuando tenía 18 años, no sé de qué. Tampoco sé si se conocieron aquí en Rianxo o ya en Ciudadela, al oeste del Gran Buenos Aires, donde vivieron el resto de su vida. Hay tantas cosas que no sé y tampoco sé si sabré.

Seguimos caminando pocas cuadras y llegamos hasta el cementerio. Es pequeño también.

Volvemos por la misma calle, Alcalde. Todas las familias de ahí tienen ese apellido. Pienso si quizás hay algo de ellos que también es mio.

— Se van a pensar que vengo a buscar la herencia- le digo socarronamente a Sofia.

Sofia me cuenta que veneran a la Virgen de Guadalupe, que Rianxo es un pueblo que vive de la pesca. Que aman Argentina porque gran parte de los ex pobladores que se fueron allí, los ayudaron por muchos años, los años del Hambre.

El recorrido con Sofia termina por una calle que le dicen de los escritores. Me emociona. Siento que pisar de donde vienen parte de las raíces de mi árbol me hace recuperar algo de mi identidad que ni sabía que existía.

Mientras almuerzo en uno de los bares, pienso en que ella de acá se fue por el hambre. Me gustaría decirle que Argentina fue generosa con nosotras. Que se quede tranquila.

No puedo pasar la noche en Rianxo porque no hay hospedaje. Es un pueblo chico, así que me voy a otro cercano. En la cena, subo la copa al cielo. Brindo por ella.  

Al día siguiente, vuelvo. Hay una feria hermosa en la plaza. Compro un souvenir. Le cuento a la vendedora qué hago ahí. La mujer me dice que nació en la casa, que ya sus hermanos en sanatorio. Pienso en mi bisabuela que seguramente también nació en su casa.

Salgo a tomar fotos, de los lugares, como si fueran postales. En las fotos que saco, veo cuadros de mi mamá. Ella jamás fue a Rianxo. Sin embargo, lo pinta. Le mando un Whatsapp mostrándole que sus cuadros son paisajes de allí. Nos emocionamos a la distancia por la “causalidad”.

Autora: Estrella Cavalieri
Foto: Agustina Grasso

Veo un cartel feminista, una chica con onda; camino por la rivera y ahí asocio el pasado con el presente. Por primera vez, me pregunto cómo hubiera sido la vida de Estrella si no hubiera partido de Rianxo.

Trato de conectar con ella por más que no llegué a conocerla.

Veo en un cartel historias de escritores rianxeros y argentinos. Lloro.

Le agarro un poco de tierra a mi mama. Al principio para no ensuciarme, no la toco. Al tocarla, lloro.

Vuelvo a la plaza de la feria.

Veo una librería que llama mi atención. Entro y me compro lo que suelo comprarme en varios lados: una libreta. En el mostrador, veo una señora muy acaramelada. Me acerco con la libreta y le pregunto si ella nació ahí. Me dice con una sonrisa que si. Le digo que mi bisabuela era de aquí. Me pregunta el nombre, apellido. Repito lo mismo como un mantra. Me dice que ella tiene muchos parientes en Argentina y que vienen para los festejos de septiembre de la virgen de Guadalupe.

Su hijo, que es quien atiende en la caja, dice que mi historia le hace acordar a otra argentina que vino en busca de su abuela a Galicia y que hizo un libro de ilustraciones infantiles, contando el relato. Va a buscarlo. Lo miro un poco. Las ilustraciones me encantan. Le digo que si, lo llevo.

Al agarrarlo, le pregunto a la mujer de luz qué quiere decir el título del libro: Morriña.

Ella me mira a los ojos. Y me dice:

— Son, son las ansias…

— No entiendo… ¿De qué?

— Las ansias de volver. La melancolía que te da el estar lejos de las tierras donde naciste.

Se me llenan los ojos de lagrimas.

— No llores -me dice.

Me es inevitable pensar en mi bisabuela y su tristeza.

Ella también llora.

— Cuando me fui unos meses a Bilbao, que es tan gris, extrañaba mi Rianxo. Ves lo bello que es. El mar ahí al costado…

Inmediatamente pensé que el barrio donde vivía mi bisabuela en Buenos Aires, donde la mayoría de los inmigrantes pobres terminaban viviendo, no tenía un mar cerca. Siempre llevaba a la familia a veranear a Mar del Plata. Ahora creo que entiendo por qué.

— Eso es morriña. Agarrarse la panza y llorar. Así como vos lo estás haciendo.

Le agradezco y salgo de la librería. Camino y me pregunto qué voy a hacer con todo esto.

4

Hay un cuento muy bello que dice que a las mujeres hace muchísimos años éramos como los árboles. Con raíces bien amalgamadas al suelo y copas altiiisimas. De esas que hay que encorvar bien el cuello hacia arriba para llegar a verlas. Los troncos eran erguidos, pero no lo suficiente para quebrarse. Tenían su parte más bien blanda, como un junco, que les permitía danzar al compás de los vientos.

Pero en los tiempos del hambre, muerte, guerras, violencias debieron desenraizarse, aprender a caminar, para poder sobrevivir, y ese árbol debían protegerlo. Por eso, lo llevarían dentro de ellas. Algunas olvidaron esa historia, otras la recordaron con el tiempo y otras jamás lo borraron de su memoria: sus pies son las raíces, sus ramas los brazos, su salvia recorre la memoria de su sangre.

5

Ahora ya estoy en mi casa de Gran Buenos Aires, me quedan los recuerdos y algo de tierra rianxera en la mochila. La saco y la mezclo con la mía.

Gracias bisabuela por desenraizar. Sé que no fue sencillo. Y si lo no hubieras hecho, esta historia no existiría.


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