—Levanten la mano los que están cruzando a Chile por primera vez y no tienen familia allí —disparó de golpe un hombre robusto y de barba amplia.
Todos nos miramos las caras. Corrían ya dos días de viaje.
Asomé mi mano, entonces, tímidamente, por entre las butacas cubiertas de una tela blanca en donde se podía leer con letras rojas: EXPRESO INTERNACIONAL ORMEÑO, la empresa de transportes más barata para hacer el recorrido Trujillo (Perú) – Santiago (Chile). 110 soles nos cobraron, así figura en el boleto celeste que aún guardo en mi billetera.
Yo creía conocer a mis compañeros peruanos: el Charapo, Katy, una parejita melosa y mi colega de asiento.
—Tú baja la mano —le susurré— ¿No dices que tu viejo te va ir a esperar?
El tipo asintió con la cabeza. Hacía rato que había recibido una llamada de su padre. En ese momento, desesperado, el adolescente me pidió un lápiz para anotar en mi antebrazo: Talagante 169, la dirección de su viejo. Él la repetía en voz baja. “Por si la pide el de seguridad”, decía.
Al fondo, estaba el Charapo, un tipo alto que vestía blujeans holgados y que aguardaba sentado junto al baño químico del bus sin el más mínimo estupor por el aroma a pichi y a otros gases que de allí se emanaban. Impaciente, estaba buscando sus antecedentes penales en su vieja mochila Billabong. El tajo que le traspasaba el pómulo izquierdo siempre me impidió mirarle de frente, hablarle por más de cinco minutos, hasta preguntarle su nombre.
Katy, una de las más jóvenes, la de la voz gruesa y raspada, miraba silente hacia la ventana escupiendo entre dientes frases de fracaso; mientras que la parejita melosa y extraña seguía tal cual la instrucción de nuestro verdugo:
—Mejor llamen a sus familiares para que les envíen plata y puedan regresar. Para ustedes —hizo una pausa macabra— la cosa está bien difícil— sentenció.
Aquello podría haber roto cada una de esas ventanas y también de nuestras ilusiones. “Puta madre, nadie nos dijo sobre esto”, pensé y tan pronto como reaccioné la bandera chilena ya flameaba sobre aquel concreto rodeado de palmeras gigantes y decenas de autos, buses, camiones de carga, que intentaban cruzar una de las fronteras más concurridas de Sudamérica.
Los colombianos, sentados en las primeras filas del bus, sacaban las cabezas por las ventanas mientras entonaban: “Chi, chi, chi, le, le, le, viva Chile”. Su arenga, recuerdo, se entremezclaba con el viento, ese que aguarda feroz a las puertas del desierto más árido del mundo, ese que se macera en las madrugadas, ese que te silba siniestro en tu más profunda angustia.
Pronto, haremos una fila junto al bus. Nuestras maletas estarán en el suelo y los perros untarán sus hocicos frente a ellas. Sobrarán los rezos allí y las manos señalando una cruz frente a la cara: “hágase tu voluntad, hágase tu voluntad”. Y tal.
Con Diego, mi compañero de asiento, observamos atentos la procesión de nuestros pares hacia la caseta de control más próxima. La pareja avanzó breve, se demoraron unos cinco minutos entre el ir y venir de sus documentos por entre las lunas empañadas por el sol de la tarde y de pronto fueron separados al otro lado. Todos devenimos en aplausos.
—Bien, carajo, bien —se oyó, mientras ellos se ubicaron en la fila de los “elegidos”.
Katy, que estaba detrás de mí, no aplaudía. Le oí decirle a su pareja que no va a pasar, que de nada sirve el permiso que este le consiguió, inclusive con sellos notariales, para entrar al país. Él le dijo que tenga fe, que si no era en esta, pagarán trescientos soles a un pasador para que no tengan ningún problema. Un curioso preguntó dónde hay de esos. “En el terminal de Tacna”, le respondieron.
Adelante, Diego relajó los hombros, se quitó la gorra, se mojó con un poco de agua que derramó de una botella plástica y se peinó. “Para estar Charly”, dijo riendo y no demoró en notar mi nerviosismo.
—Tranquilo huevón, tú solo te pones la cámara en el cuello y dices que eres periodista —me aconsejó. No le creo nada, pero ¡cómo quiero hacerlo!
Un guardia le hizo una señal y él avanzó. “Del otro lado nos vemos”, intenté decirle, pero mi voz se la digirió el viento. Mis documentos empezaron a mojarse con el sudor de mis manos y así se los entregué al policía.
No hablé mucho, el tipo los miró y corroboró los datos, preguntándomelos. Me entregó un papel también, aseguraba mi estadía hasta por tres meses. Se oyeron aplausos: el sueño sudamericano había comenzado.