Entre narcos y princesas

Por Juan Diego Britos

Hace tres meses que no cobro porque el dueño del diario donde trabajo vació todas sus empresas. No sé cómo voy a cubrir el jardín de mis niñas de 3 y 5 años y la mensualidad de mi hija de 19. Ya perdí un auto y debo el alquiler.

Pero eso, ahora no importa. Es lunes a la madrugada y estoy en el barrio Sarmiento (San Martin, provincia de Buenos Aires). Hace años que vengo a hacer notas para el diario.

 Estamos todos en la cancha. De un lado, los soldados, una docena de adolescentes armados. Del otro, nosotros seis (la banda de Lince) y sólo tenemos dos pistolas.

 — ¿Dónde estás? -pregunta Mariana, mi compañera, por WhatsApp.

—Trabajando, en un rato vuelvo.

— ¿Todo bien?

—Tranquilo… ¿Cómo están las nenas?

— Ya se durmieron.

Los soldaditos del Negro no nos quitan los ojos de encima. La cancha tiene dos salidas: una está cubierta por ellos; la otra por nosotros. El pibito que tiene la riñonera está rodeado de pistoleros. Los satélites fuman en los techos de las casas. Los clientes miran la escena con preocupación; entran y salen de plano pero ninguno elige nuestra salida; temen que les arrebatemos la droga.

—¿No me compras un chocolate cuando venís? -pide Mariana.

—Si amor, en un rato voy -respondo.

Guardo el celular y Lince me pasa el cigarrillo. Estoy encapuchado, sentado en el poste que hace de banco de suplentes. Fumo y vuelvo a pasarlo. Los dueños de las pistolas anuncian la retirada. Aprovecho para despedirme. Lince me abraza y me avisa que durante la semana habrá novedades.

2

La reunión se pactó en la esquina de Márquez y 9 de Julio. Lince y Mono Manco me advierten: planifican un secuestro.

 —Escuchá y no comentes nada.

 El Volkswagen Golf blanco estaciona frente a nosotros.

 —Eh compas, suban.

 Me siento atrás con Lince. Me presentan como un compañero y el desconocido compra la historia porque no es de San Martin. Yo tampoco, pero como pasé los últimos años en estas calles, conozco nombres, barrios y puedo fingir la mirada de tigre.

 —Al jefe le falta un trofeo, una cabecita más en la pared.

—Ese puto tiene cobertura -responde Lince.

 Los hombres son rencorosos. El capo de la villa 9 de Julio quiere liquidar a matar al capo del barrio Sarmiento desde hace muchos años. Pero aún no lo consigue.

 —Vamos a tener problemas con la policía -dice Mono Manco.

—Si garantizamos los pagos, no va a pasar nada. Es la misma jurisdicción y nosotros también la ponemos -contesta el conductor.

El teléfono no para de vibrar. Lo tengo en el bolsillo de la campera pero no puedo responder.

—Mono, hay que hacer plata. El jefe pone 100 lucas.

—El problema no es capearlo, es la policía.

—Está paga, te digo.

—¿Vos confías en esos putos? -interrumpe Lince.

—Yo confío en mi bolsillo-responde el conductor.

Nos despedimos y bajamos del coche. Caminamos hasta la camioneta y antes de arrancar, reviso los mensajes. Es Mariana.

—Estamos en la casa de mi mamá. El sábado es el Día de la Familia en el jardín.

—Ok.

—¿Volvés tarde?

—En un rato las paso a buscar.

3

La montaña de basura del barrio Sarmiento es el parque de diversiones de los niños. Corren, ríen, se empujan. Pelean por el hallazgo de alguna pieza valiosa. 

—Mil pesos por cuadra -repite el Lince.

—Estás loco -le digo.

—Boludo, vamos a Corea, pagamos 90 y vendemos a 120. Son treinta cuadras hasta la villa.

—Vos estás re loco.

—Si nos frena la Policía, le mostrás la credencial de periodista y decís que estamos haciendo una nota.

Me hace reír.

—Toma, llenate este tubo de flores y véndeselas a los chetitos de tu trabajo.

—Están en la misma que yo, ¿no viste que salimos en televisión marchando al Ministerio de Trabajo?–le pregunto.

—No miro esas giladas. Llevalespara que marchen re locos–insiste.

Vamos al galpón donde secan los cogollos. Las ramas penden de un hilo.

—¿Dónde estás? -pregunta Mariana por mensaje.

—En el barrio.

—Lupe tiene fiebre otra vez.

Me asusto. Tapo el tubo de papas fritas y me despido.

—Pensalo boludo, es plata fácil -dice antes de que me vaya.

—Dale, después te llamo.

Regreso a toda velocidad. Temo que algo grave ocurra con mi hija mediana. Llamo a Mariana.

—Estoy yendo, vamos a la guardia.

—Esperemos. El pediatra dijo que lo vaya a ver mañana.

—¿Qué puede ser?

—Un virus.

Putear un virus es tirar trompadas al aire. La luz naranja del tanque de nafta se enciende cada vez que doblo a la izquierda. Saco la billetera y está vacía. Quizás tenga 50 pesos en la tarjeta de débito pero no puedo arriesgar. Pienso en Guadalupe, hace dos semanas que tiene fiebre. Los doctores creen que podría ser mononucleosis. Ya fuimos a tres hospitales y la pincharon seis veces. Con Mariana nos turnamos para dormir.

4

Preparo el desayuno para las niñas. Leche fría con chocolate para Olivia, té de manzanillas para Guadalupe que ya luce recuperada. Mailen, mi hija más grande, prometió venir a almorzar. Terminó la secundaria y aprobó el curso de ingreso a la universidad. Nos parecemos en algunas cosas. Cuando se concentra, deja la boca abierta como yo. Tiene los dedos de los pies parecidos a los míos. Yo no tuve padre: ella me enseñó el oficio. Ahora desgraba mis entrevistas y comenta las confesiones de los hampones.

Ellas desnudaron mi fragilidad y desmontaron al personaje. En eso pienso cuando el teléfono vibra en la mesa. Dejo las tazas y miro. Es un mensaje de Mono Manco con la foto de un hombre arrodillado y la cabeza cubierta por su propia remera. Esposado y con un pan de cocaína sin fraccionar. Calculo que es un kilo.

—¿Lo conoces? -pregunta.

No tengo dudas: es Lince. El hombre con el que compartí mesas de bares, charlas sobre política y reflexiones de la vida bandolera. Pienso en su hijo, en su pequeña princesa. También en nuestra última charla, aquella noche que fuimos a ver un concierto de jazz en Ramos Mejía.

—A mi viejo lo quebró el alcohol -dijo mientras caminábamos.

—¿Y a vos? -le pregunté.

—¿A mí qué?

—¿Qué te quebró?

—A mí no me quiebra nadie, amigo.

El resto del camino, lo hicimos en silencio. Una lástima. Me hubiese gustado decirle que la rutina doméstica es mi talón de Aquiles. Que desde pequeño siento angustia y temor. Pero que todas las noches le agradezco a Dios por el aroma del pelo húmedo de mis hijas cuando salen de bañarse.

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