Por Felipe Herrera
En este momento, voy llegando al Internacional Cuisine, un restorán ecuatoriano en la calle East Lake, en Minneapolis, Estados Unidos. En 24 horas más, me habré pasado 15 de esas horas lavando platos. Pero aún no tengo ni los brazos entumecidos, ni los dedos arrugados, ni la espalda tensa. Tampoco estoy hediondo a grasa: es mi primer día de trabajo y estoy contento porque insistí mucho para poder entrar.
He hecho trabajos parecidos antes. He sido lavaplatos, repartidor, cajero y hasta cocinero en una pizzería de Santiago de Chile, mi país de origen. Me he paseado por Puente Alto, al sur de la capital, pegando publicidad de Redbank en las casetas para renovar el permiso de circulación. He sido mesero en un bar de Vitacura, el barrio más adinerado del país. Vendí revistas en el Estadio Nacional. Escribí crónicas de partidos de una liga de fútbol amateur. Hasta fui periodista de un diario gratuito. Y trabajé tres años seguidos en tres fondas de Santiago durante las Fiestas Patrias, días enteros a todo sol con la cabeza metida en el saco de carbón.
Ese es mi currículum, y aunque todo eso esté muy lejos y aquí a nadie le importe, lo repaso en mi mente para darme confianza.
“Ahora vas a lavar todos los platos que dijiste que ibas a lavar y no lavaste cuando vivías aquí”, me dijo mi mamá cuando le conté. Y tiene razón, en ese momento sabía que si no lo hacía yo, alguien más iba a hacerlo, seguramente ella o mi hermana. Ahora dependerá de mí, y de nadie más. Me las imagino lavando los platos que no lavé, pensando “él es así” o “cómo le digo que los lave” o “de nuevo no lo va a hacer, mejor lo hago yo”.
Mamá, cuando vuelva a Chile voy a lavar todos los platos.
Volviendo a mi primer día en el restaurant, me imagino a Arturo Vidal debutando en el Barcelona, caminando por el túnel con sus compañeros a la cancha a jugar su primer partido, a demostrar por qué el Barsa lo eligió a él para reforzar su mediocampo. Yo vengo a demostrar por qué merezco quedarme con este puesto de lavaplatos, que es lo que (casi) todos los latinoamericanos empiezan haciendo cuando llegan a trabajar a Estados Unidos.
El Messi del restorán se llama Eduardo y es un ecuatoriano bajo y moreno, con una cara atractiva de inca. Él es el cocinero principal. Tiene 33 años, llegó a Estados Unidos hace 14 o 15, duda al contar, y cruzó caminando la frontera por el desierto de Arizona con un grupo de gente, como 20 personas, todos con sendas mochilas con 4 o 5 litros de agua. De ahí, voló a Minneapolis porque tenía familia. Ha trabajado en cocina desde entonces, y desde junio que es socio de otros dos ecuatorianos para administrar este restorán.
A Eduardo hoy lo ayuda Óscar, también ecuatoriano. Es flaco, un poco más bajo que Eduardo y también moreno. Tiene 20 años y llegó cuando tenía 16. Entró a la escuela pública, pero dice que no le servía de nada. Como no sabía inglés, los compañeros no le hablaban y entendía poco en las clases. Al año, lo dejó para trabajar y poder tener plata. Así que eso es lo único que hace. Se levanta a las 5 de la mañana, va a trabajar al centro de la ciudad hasta las 14.30, y a las 15 empieza su turno en este restorán. Todos los días.
—Al final te acostumbras -dice.
Yo no estoy acostumbrado, y de hecho estoy nervioso. Me explican rápidamente cómo funciona la máquina de lavaplatos, me muestran dónde van los platos y las ollas, las sartenes y los cucharones y las cucharas de palo. Me muestran el frigorífico gigante al que tendré que ir a buscarles cosas “por si estamos ‘busy’”, y vamos a darle. Estamos listos.
—Es mejor que te pongas el delantal para que no te ensucies con grasa. Dale, se nos viene. Estamos listos para bailar.
Llegan las sartenes y tengo que limpiarlas con una pistola de agua a presión que cuelga del techo. Les disparo, les quito las sobras: huesos de pollo o de cerdo, conchas vacías, papas fritas heladas y las meto al lavaplatos. Mientras presiono el botón de lavar, vienen más sartenes y más ollas. Los limpio con la pistola y la máquina los termina de lavar. Abro la puerta y me quemo la cara con el vapor y me quemo los dedos con el agua caliente y me quemo los brazos con las sartenes y me resbalo en el piso mojado.
Ahora vienen más platos. También llegan con servilletas hechas pelota y malteadas a medio terminar. Arroz y kétchup por todas partes. Todo va a la basura.
Enjuago los platos con la pistola de agua. Todo va a la máquina. Abro la puerta de la máquina y me vuelvo a quemar la cara con el vapor, los dedos con el agua caliente y los brazos con las sartenes. Me vuelvo a resbalar en el piso mojado.
Llegan cosas y yo sigo lavando y lavando sin parar. Hasta que de repente ya no hay más platos.
Y entonces los miro. Los miro a ellos, cocinando, moviéndose en tres metros cuadrados, entre los hornos y los platos y la comida. Parece una coreografía, una danza, un baile al ritmo de la bachata que sale por el parlante inalámbrico. Un baile por la supervivencia en un país cada vez más hostil, que los mira con desprecio y los trata de flojos y de violadores en un sistema que los construye y los destruye al mismo tiempo.
Ahí están ellos, latinoamericanos, inmigrantes luchando en el último engranaje de esta rueda gigante que no se detiene nunca y que se llama Estados Unidos primera potencia mundial.
— ¿A qué hora cierra la cocina? -pregunto, y me avergüenzo.
Ellos me miran.
—Ya deberíamos cerrar -dice Eduardo- pero quiero seguir cocinando.
Yo no quiero más, pienso. Ahí viene la última ola de trastos sucios: friego y limpio y meto y saco de la máquina y me quemo y siguen llegando trastos que se acumulan en el lavaplatos.
Uno a uno, voy sacando el trabajo. Ya es casi medianoche y termino. Tengo las manos adoloridas. Toda la cocina está limpia.
— ¿Este es tu primer trabajo aquí? -me pregunta Eduardo.
—Sí –le respondo y se ríe.
— ¡Bueno, así es esto! ¡Bienvenido a Estados Unidos!
Ahora yo me río. Gané por hoy. Aunque mañana serán 7 horas más en el ruedo. Al igual que pasado y pasado. Pero no me quejo. Vine a Minnesota a ser un cronista independiente.
Y si hay que lavar platos para escribir -para vivir- se hace. Nadie lo hará por mí.