Un vecino de Congreso, Buenos Aires, llama a la policía porque siente un olor extraño que sale de la casa de al lado. Horas más tarde, los agentes tocan timbre. Nadie contesta. Rompen la puerta con un hacha. Encuentran bolsas de nylon, papeles de diario, una maraña indescifrable de basura, un catre viejo y, sobre el catre viejo, un cuerpo. Un cuerpo que ya no es cuerpo: una masa fluida de color verdoso que larga gases con olor a carne podrida. Un hombre, muerto cinco días atrás. Los policías llevan el cadáver a la morgue judicial.
Varias semanas después, en la puerta de la casa, un grupo de moscas vuela delante de la ventana que da a la calle. Las persianas, que alguna vez fueron verdes, están cerradas, llenas de tierra. Una camioneta gris se detiene en doble fila. Baja una mujer de pelo rubio corto, jeans, remera y anteojos negros. Lleva una valija de plástico con rueditas, la deja debajo de la ventana de las moscas. El conductor del auto, bigotes canosos, pelo engominado y otra maleta de plástico, hace lo mismo.
—Ricardo no dejes el auto sólo. Lo único que falta es que nos roben la camioneta –dice la mujer.
—Voy a ir a buscar un lugar para estacionar –contesta Ricardo. Se sube al auto.
En la vereda, la mujer espera. Cinco minutos después, llegan los familiares de la víctima. El hijo del muerto les da la llave. En el lobby, Ricardo y la mujer se prepararan: sacan de sus valijas botas plásticas, máscaras antigas y trajes de teflón blanco.
En la espalda del traje, una inscripción. En letras mayúsculas negras: Limpieza Escena del Crimen.
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—Dame un pie —dice Ricardo De Zeta agachado desde el suelo.
Me pone dos bolsas de nylon sobre cada zapato y me las ata a los tobillos. Su mujer, Liliana Andrade, me coloca un barbijo.
—Bueno ya podés pasar, pero asegurate de no tocar nada.
Lo primero que piso son las tablas de madera del catre. Supuestamente, en este hall murió el hombre. Debajo de la ventana, hay un colchón sucio y tres sillones rotos. Y basura, basura, basura: sobre el piso de madera hay papeles de diario y, sobre los papeles, hay botellas –llenas y vacías– envoltorios de rollos de cocina y un viejo teléfono verde.
Como si estuviese sumergida, cada tanto, trato de mantener la respiración. El olor–espeso– es asqueroso y penetrante.
A la derecha de la sala, hay una mesa de madera, donde podrían comer seis personas. Sobre ella: botellas de cerveza, papeles viejos, una partitura de Astor Piazzola, monedas, tubos de repelente para insectos, botellas de alcohol etílico y cajas de sopas rápidas vacías.
En el primer cuarto –un baño diminuto con azulejos beige– hay una bañera y, dentro, un balde azul con agua y un calzón viejo. En la cocina –angosta– hay una mesada, una pileta y una bolsa llena de saquitos de té usados. Sobre dos estantes, varios frascos y una lata sucia con el dibujo de un muñeco que dice “Para alguien muy especial”.
El dormitorio no tiene cama, pero sí un colchón matrimonial cubierto de revistas, ropa desordenada, atados de cigarrillos, cajas, papeles y un almohadón con un estampado floreado. Alguien, alguna vez, vivió acá.
Ricardo y Liliana están en el hall con una bolsa de residuos negra cada uno. Tiran cada objeto que se cruza a su paso. Desde las monedas que hay en la mesa, hasta las botellas vacías de cerveza y las fotos carnet de un hombre de 60 años y pelo blanco. Ricardo no aclara si ese es el dueño de la casa. Tampoco parece importarle. La foto es basura, igual que lo demás.
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El cartel del local, Lomas del Mirador, provincia de Buenos Aires, dice “Estudio Jurídico De Zeta”. Las cortinas de metal gris están cerradas. Ricardo las abre. Detrás del estudio de su único hijo hay un salón: el despacho de Limpieza Escena del Crimen. Funciona ahí desde hace tres años, desde que el matrimonio creó la empresa.
Ricardo está acostumbrado a hablar con los periodistas, Liliana Andrade no. A partir de un reportaje que le hicieron para una revista femenina, una vecina la reconoció en la carnicería del barrio. Desde ese momento, da entrevistas, pero no muestra la cara.
Prefiere que no se sepa de qué trabaja.
La empresa que montó el matrimonio, única en su país, se dedica a un rubro particular. Y la muerte no está bien vista.
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Alejandra Podestá tuvo un final trágico. Medía menos de un metro y medio y tenía 37 años. Había aparecido en los medios dos veces: la primera, cuando participó en “De eso no se habla”, la película que Marcello Mastroiani filmó en 1993; y la segunda, dieciocho años después, cuando apareció muerta en su casa del barrio de Agronomía. La encontraron con nueve puñaladas y el 50 por ciento del cuerpo quemado. En un diario, se publicó: “La enana de Marcello Mastroianni fue hallada asesinada en una de las escaleras de su casa luego de que la policía ingresara al domicilio tras el llamado de los vecinos que se alertaron por el fuerte olor nauseabundo que salía del lugar. Sospechan que podría haber tenido un encuentro con un taxi boy”.
Liliana cuenta que al leer la noticia hizo un solo comentario: “Si llegan a llamarnos, ojo que fue en la escalera”. La escalera es difícil de limpiar.
Quince días después del hecho, el primo de la víctima se contactó con Limpieza Escena del Crimen. Solicitó sus servicios y les dijo que los vecinos se quejaban mucho del olor que salía de la casa. Ricardo, antes que nada, le explicó que cuando se trata de un asesinato o suicidio, para poder hacer el trabajo, necesitan el número de causa y la autorización del juzgado que lleva adelante la investigación. Las veces que no se lo dan, desechan el caso. Pero el juzgado autorizó la limpieza. Al llegar al lugar, estaba el primo con dos agentes de la Policía Federal que cortaron la faja de clausurado.
Esa tarde de 2011, Liliana se encargó de la escalera. A su marido le tocó la cocina y el cuarto principal, donde el taxi boy la habría quemado viva. Tiraron productos químicos que eliminaron los olores a podrido.
—El peor desastre igual lo hacen las mascotas –aclara Liliana- yo cuando entré sentí olor a pis de gato. Después vimos pequeñas patas marcadas en sangre por todos lados. Pero no lo encontramos. Recién un rato antes de terminar con todo, el animal salió de adentro de un armario.
Luego de dos horas de limpieza, el primo de la víctima les pagó lo pautado. Cerraron el departamento con llave y los policías volvieron a poner la faja.
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En este departamento de Congreso, Ricardo sigue metiendo cosas en bolsas. Le pregunto si sabe cómo murió el anciano. Me dice que no fue uno de esos casos de asesinatos o suicidios truculentos y que sólo vio sangre en el pasillo.
—Mirá acá hay una mancha de sangre. Calculo que la escupió después de haber tomado whisky con alcohol etílico. El alcohol aumenta la producción de ácido gástrico y tal vez eso le haya generado una inflamación en las paredes del estómago, que derivó en una hemorragia interna y luego en su muerte.
Ricardo habla como si fuera un médico.
—Además este anciano tenía el Síndrome de Diógenes, que es una enfermedad de acumuladores. Empiezan juntando pavadas, hasta llegar a no tirar nada. Generalmente, se da en personas mayores que están deprimidas y se sienten solas.
Eso dice Liliana, mientras limpia. Está muy impresionada porque considera que fue un abandono en vida: “sus hijos recién ahora se enteraron que vivía en estas condiciones”. Dice que esta clase de trastornos funciona metódicamente. Las personas van llenando piezas y cuando ya no pueden estar en el lugar, se trasladan de cuarto.
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— ¿Cómo se van organizando para limpiar todo esto?
—Y.., empezamos por acá. De un cuarto por vez. Tratamos de no meter muchas botellas de vidrio en las bolsas para que no queden tan pesadas. Después vamos llevando todo a un volquete que está en la puerta.
— ¿Pero van a tirar todo?
—Sí. Nuestro trabajo es limpiar. Lo único que tenemos que guardar son algunas pertenencias que nos pidió la familia. Pero hay que apurarse. Hoy a la tarde tenemos que terminar.
— ¿No les afecta emocionalmente lo que están haciendo?
— No. Yo me lo tomo como un trabajo. Nos contratan para eso. Estamos ayudando a la familia. ¿No viste que el hijo no puede ni entrar? Además, estamos solos, ¿no Lili?
— Si, acá ya no hay nadie. Èl ya se fue.
— ¿Él?
— El hombre muerto. Ya no está.
— ¿Te das cuenta de eso?
— Lo presiento. Ayer, cuando vinimos a inspeccionar todo para ver cómo era el trabajo, ya me di cuenta. A veces siguen en la casa. Ésta vez no.
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El padre de Liliana era cuidador del cementerio municipal de Morón. Ella varias veces lo acompañaba al trabajo. Su abuelo era amigo del abuelo de Ricardo: se conocen desde la infancia. Siempre vivieron en el mismo barrio, Lomas del Mirador, donde también tienen la empresa. A los 16 años de ella, ahora tiene 53, se pusieron de novios y se casaron. Pero antes, Ricardo, que ahora tiene 57, estudió policía y llegó a subcomisario. En 1999 dejó el servicio y se dedicó a otras actividades, algunas de las cuales ya realizaba, junto a Liliana, mientras era agente.
—El sueldo no nos alcanzaba, entonces había que inventar algo. Con Liliana nos la rebuscamos: vendimos libros y tuvimos una petroquímica, pero no sólo comercializábamos, también fabricábamos productos.
Ricardo es una especie de chef de los productos químicos de limpieza. Él mismo los fabrica según la mancha y la superficie a limpiar. Abrió la petroquímica y luego creó una empresa de limpieza de colectivos y transportes de larga distancia, proyectos que mantiene. La Limpieza de Escena del Crímen no es tan seguro: pueden llegar a pasar meses sin que los contraten. Así que deben dedicarse a otros rubros. Aunque todos se relacionan con quitar manchas. Su obsesión, al principio, fueron los transportes, más tarde, la sangre humana.
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— Era un nicho vacío. Por un lado, yo conocía el rubro y, por otro, vimos que la violencia fue creciendo.
Sabía que en el país no existía una empresa que trabajara después de que la policía liberara el lugar y levantara el secreto de sumario. Una noche, diez años después, le comentó a su mujer la idea y ella, lejos de espantarse, se entusiasmó. Comenzaron a investigar el tema: en las cámaras empresarias, el rubro no existía. En agosto de 2010, patentaron el nombre. Hicieron folletos, que repartieron promotoras, y se crearon una página web.
—Al principio, era muy básica y se prestaba a confusión. Parecía que era un curro, que nosotros íbamos a plantar o borrar huellas.
Ricardo aclara que nunca haría eso y que están asesorados legalmente. Su hijo Brian, un abogado de 33 años, se encarga de los asuntos jurídicos de cada caso.
Detrás del estudio jurídico, detrás de la oficina de Limpieza Escena del Crimen, Ricardo montó un laboratorio donde fabrica las sustancias de limpieza. Es una garaje grande, donde también guarda la camioneta con el logo de la empresa, los trajes, las valijas y bidones de colores con los productos. Todo tiene su lugar. Todo está ordenado.
—Dependiendo de la mancha y de la bacteria, es el preparado que usamos. Si los gusanos están vivos, tiramos algunos productos antes. Todo depende del tiempo de descomposición del cadáver. Los ácidos que desprende un cuerpo van arruinando el piso y todo eso tenés que limpiarlo. Y no es lo mismo el piso de madera, que el de cerámica –dice con entusiasmo.
Luego susurra, como si fuera a revelar una fórmula secreta:
—Para limpiar la sangre, primero hay que barrer con una espátula la superficie comprometida. Los restos, hay que irlos metiendo en cajas porque son residuos patógenos. Después, trabajar con vaporetas (aparatos parecidos a una aspiradora, que emanan vapor a gran presión) para diluir los fluidos que quedan pegados al suelo. Luego sigue la parte de los desinfectantes y desengrasantes alcalinos, como soda cáustica. Por ejemplo, un piso de parquet tuvimos que incinerarlo parejo.
Advierte que no deben tirar la sangre por las cañerías porque son residuos que pueden transmitir enfermedades infecciosas.
—Este trabajo se hace mucho en Estados Unidos. Respecto a lo legal, nos copiamos de lo que hacen ellos: si alguien muere en la bañadera, se puede usar la cloaca del lugar. Si está manchado el inodoro, se puede usar la rejilla. Pero si se mató en la cocina, no podés baldear. Hay que ir con pedazos de papeles absorbentes y tirarlos en las cajas de residuos patógenos. Después un servicio especial los pasa a buscar.
En Estados Unidos se los llama de varias maneras: “Limpia Muertes”, “Limpiadores de la Escena del Crimen” o “CTS Decon”, una sigla en inglés que significa descontaminación de la escena traumática del crimen. Ahí, el rubro está más explotado y lo suelen ofrecer empresas de limpieza tradicionales como servicio extra.
Para Limpieza Escena del Crimen, una jornada habitual se extiende de dos a cinco horas. Aunque llegaron a trabajar tres días seguidos, si el caso está dentro de una causa judicial tienen que terminarlo en veinticuatro horas ya que la policía debe volver a cerrar el lugar.
Si sólo hay que limpiar sangre, el costo del servicio es de $3.000. Pero si la limpieza de la casa es completa, puede trepar de $5.000 a $6.000.
—Cuando limpiamos, suelen estar los parientes. Les ponemos máscaras y les decimos que traten de no tocar nada. Pero, a veces, se ponen molestos. Te dicen: “que quede limpio como para alquilarlo”.
—Si hubo un suicidio en un colchón king size de dos plazas y media, algunos quieren que lo limpies también. Hay que desarmar las capas, los resortes y volver a armarlo. Eso solo te lleva dos horas.
—Es un tema complicado. Quieren que en pocas horas le limpies una casa que pudo llegar a estar cerrada cinco meses.
—Yo les digo, a ver si me entendés. Yo te voy a sacar la sangre, nada más. Si querés que limpie todo, te cobro más.
—Otro tema es la ropa, porque queda impregnada de olor. Pero muchos quieren quedársela. Yo le digo que la laven y la regalen. Hasta tendrían que pintar la casa, si realmente quieren que se vaya el olor.
—El olor de un muerto hoy, con mucha temperatura, tarda un año en irse. Y todos los muertos huelen igual. Por más que seamos viejos o jóvenes, olemos igual.
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Al día siguiente, la casa de Congreso huele a cera. El piso -de parqué- brilla. Los ambientes parecen más amplios. En el hall, sólo queda una pequeña mesa que sostiene un televisor. Sobre la mesa, donde pueden comer seis personas, hay algunas cajas con recuerdos, aquellas que los familiares no quisieron que se tiraran. El resto de las habitaciones están limpias y sin rastros de que allí vivió un acumulador. Casi todo fue llevado en bolsas dentro del conteiner. Ricardo dice que en la tarde de ayer una horda de cartoneros, vagabundos y chismosos se peleaban por cada cosa que iban poniendo en el volquete.
El hijo del hombre muerto entra a la casa y le dice a Ricardo que está conforme con el trabajo. Es la hora del pago. El valor del servicio es de $6000, pero el muchacho le regatea $1000 y Ricardo acepta. En la otra habitación, Liliana escucha todo, pero no habla. Se despiden del joven. Ricardo va a buscar la camioneta.
— ¿A vos te parece que este tipo nos tenga que bajar el precio? Se aprovecha una vez que está todo limpio —dice Liliana—. Yo con gente así no trabajo más.
Su marido maneja. Hablan sobre los vecinos que se fueron muriendo en el barrio y sobre una señora mayor que sospechan que asesinó al marido. Ricardo dice que nunca tuvo pesadillas con la muerte, que aprendió a aceptarla con naturalidad mientras era policía. Sabe que algún día va a llegar, por eso ya compró cinco parcelas en el cementerio donde está enterrado su padre. Así su hijo no tiene que preocuparse. No quiere dejarle una carga. “Hay que caminar sobre los muertos y nunca mirar para atrás”, repite. A Liliana tampoco le angustia el tema. Le alcanza con darse un baño y jugar con su nieto, al final de la jornada. Es su trabajo.
—Toda la vida me tomé la muerte como algo natural. Me lo enseñó mi papá. El repetía la frase: “desde que nacemos, nos estamos muriendo”.