Una campaña contra las señoras que venden té en Sudán, Africa

—¿Qué estás escribiendo?, ¿de qué es tu columna de mañana? -le pregunto a Amal Habani, una mujer de mirada vivaz que no para de mover la cabeza debajo de su pañuelo colorido que se tornasola con el sol de la mañana.

Me dice que el gobierno municipal ha emprendido una campaña contra las señoras que venden té y café en las esquinas. Es un paisaje típico de Jartum (la capital de Sudán – hoy Sudán del Norte, África): sentadas sobre taburetes de madera, de plástico o sobre ladrillos, estas vendedoras de la calle despliegan sobre una mesita inestable vasos, cucharas y frascos con especies, y en una hornalla calientan las infusiones. A su alrededor se sientan los paseantes, que combaten el calor del mediodía con estas bebidas calientes. “Tienen familia, son el sostén de sus hijos, que gracias a ellas pueden estudiar”, me dice Amal.

 Acto seguido me lleva a la ventana. Al abrirla, entra un vaho seco y caliente, como si hubiéramos dirigido a nuestra cara un secador de pelo. Cinco pisos más abajo, entre los árboles y frente a la calle de tierra con bolsas plásticas esparcidas por doquier se sienta contra una pared de ladrillos una de estas señoras.

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 Al mediodía, mientras la plana mayor de Al Jareeda come una ensalada de tomates, pepinos, queso, yogurt y unas guindillas picantísimas agarrando porciones con la mano en trozos de pan desde una ensaladera de plástico, la responsable de investigación del diario se me acerca con una pregunta.

 La chica apenas sabe unas palabras en inglés, así que viene con un compañero, que nos traducirá. Ambos visten ropas tradicionales sudanesas, ella un manto colorido que le cubre de la cabeza a los pies, él con una jilaba color crema de los hombros hasta los tobillos y un gorro cilíndrico en la cabeza.

Quiere saber cómo hacer periodismo de investigación en un país como Sudán. Pero antes tiene una explicación que darme: en su país hay tres temas prohibidos: el sexo, la religión y el gobierno.

 La luz diáfana de la tarde y el calor de las calles de tierra entran a raudales por la ventana del quinto piso de un edificio céntrico que en España se consideraría a medio construir. Me tomo unos segundos para pensar la respuesta. ¿Qué le puedo decir?

Reporteros sin Fronteras coloca a Sudán en el puesto 148 entre los 175 países que evalúa en su índice de libertad de prensa, y el fiscal del tribunal penal internacional de La Haya ha pedido el procesamiento del presidente Omar Hasan al-Bashir por crímenes contra la humanidad, por las matanzas en Darfur.

Sin embargo, pude ver que al menos en la redacción de Al Jareeda, hay jóvenes periodistas que no tienen la cabeza anestesiada por la autocensura. Saben cuáles son los límites externos, y procuran poco a poco y con cuidado, empujarlos un poco y ganarse la atención de un público ávido de novedades, de información confiable y de sensatez.

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 Al día siguiente, apenas llego a la redacción, Amal me anuncia que tiene una invitación para mí. Me lleva a tomar té con la señora de la esquina.

La señora se llama Zenab y viene de Darfur. A su alrededor se sientan tres hombres negros, del sur de Sudán. Dos visten chándal y zapatillas deportivas, pero uno lleva traje oscuro y zapatos negros. Se dirige a mí en inglés. Se llama Dafallah (me lo deletrea), y se queja de la discriminación, de que los del sur no consiguen trabajo en el norte. En 100 días habrá un referéndum en el sur, y el más grande país de África corre el riesgo de desmembrarse.

En Jartum todo el mundo habla del referéndum de enero y del peligro de una nueva guerra civil, que ya se cobró dos millones y medio de vidas en los últimos tres lustros. Dafallah quiere la unidad y la paz, me dice, pero se siente excluido en la capital. Está desempleado, y pasa sus días sorbiendo té en el puesto callejero de la señora Zenab.

Le pregunto a Zenab, con Amal de traductora, sobre los ingredientes que se esparcen en su mesita de fórmica emplazada sobre un mantel de paja que cubre una caja de plástico que se alza a su vez sobre cuatro pilas de ladrillos. Me los va pasando, para que los pueda oler: las especies para el té incluyen el naná (unas hojas verdes), el kerkedé (unas flores rojas) y la girfa (endulzante, como azúcar moreno).

Zenab llegó de Darfur hace 20 años. Tiene cuatro hijos, el mayor de doce. Vino escapando de la guerra y la miseria y apenas puede sobrevivir en Jartum con su comercio móvil de té, relata sin drama, sin quejarse. Pero la policía la hostiga. La semana pasada le quitaron todo: los taburetes, la tetera y la cafetera, las especies…

—Creen que estas señoras están relacionadas con los movimientos armados en Darfur -me explica Amal.

—Si no puedo hacer esto, ¿de qué vivo? -gesticula Zenab, como si estuviera todavía ante los policías municipales- ¿De qué van a comer y vestirse mis hijos? Se volverán mendigos en la calle…

Los tres hombres del sur la escuchan en silencio.

Es cierto que para combatir el calor, nada mejor que beber caliente. Por un momento, el aire parece más fresco, mientras la infusión milenaria baja por la garganta y pone el calor circundante en perspectiva.  Degusto mi té con naná y azúcar moreno. Fuerte, aromático, delicioso.

*Este es un pedacito de la crónica que escribió al volver de un viaje que le cambió la mirada. «Viajé a Sudán en 2010 invitado por mi querido amigo, ex alumno y dueño de un diario valiente y brillante que lucha cada día contra la censura y la falta de medios en el corazón de África. Mi amigo se llama Awad Mohamed Awad-Youssif. Su diario, Al Jareeda, que quiere decir ‘El Periódico’ en árabe».  

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