Por Guillermo Zanetto
Tengo los ojos cerrados. Hace horas que marchamos sobre una planicie gigante bajo el sol implacable del mediodía en la provincia de San Juan. Me despierto de tanto silencio. No sé ni dónde estoy. Marcho abrazado al lomo de una mula, un animal que nunca había visto en mi vida, pero al que en los últimos días me aferro y le confío todo mi ser. Respiramos sincronizados.
Me muevo por el corazón de la Cordillera de Los Andes, siguiendo un tramo de la misma huella que doscientos años atrás marcó el General Don José de San Martín y su ejército libertador para continuar con la independencia latinoamericana.
La expedición -organizada una vez al año para homenajear la chispa que encendió el fuego revolucionario del continente- dura seis días y está formada por más de un centenar de periodistas, políticos, famosos, gendarmes y baqueanos que desaparecen como puntos minúsculos en el inmenso paisaje del Valle de los Patos sur, paso cordillerano entre Argentina y Chile. Una de las seis rutas sorpresivas por las que -hace exactamente 200 años- cinco mil hombres, equipados con poco más que hambre de libertad, cambiaron el destino colonial de Latinoamérica.
Dos días antes, una camioneta nos llevó a la estancia Los Manantiales -a 2750 metros de altura- y desde allí seguimos en mula. Desde el primer minuto del viaje, nos despojamos de celulares, Internet, televisión y cualquier otro artificio. Eso brinda una sensación de libertad, motivo principal de la gesta de 1817, que tuvo una duración de 21 días desde Argentina hasta llegar a Chile.
Con el pasar de las horas, se hace evidente para mí que la libertad tiene que ver con hacerse cargo de uno mismo. Si cinchaste mal la montura te vas a caer y romper los huesos –como efectivamente le pasó a alguien del grupo que tuvo que ser evacuado en helicóptero- o si elegís mal, lo pagás con un golpe, una llaga o una ampolla. Ser dueño de las decisiones y sus consecuencias parece ser un premio mayor que consiguen con esfuerzo tanto hombres, como naciones.
Las reglas son simples y se aprenden rápido: el granizo corta, el viento cala hasta los huesos y el sol curte la piel. Las cuatro noches que siguen, hacemos fogones y dormimos en refugios. Cada tanto, me despierto para sacudirme la escarcha del pelo. El termómetro marca varios grados bajo cero. Y durante el día, la temperatura supera ampliamente los 30 grados. No hay sombra donde resguardarse. Si nuestras camperas térmicas no alcanzan, ¿qué habrán sentido los soldados con sus ponchos agujereados?
“La montaña saca lo mejor y lo peor de cada uno”, repite cada tanto Pancho, encargado de prensa y de todo lo que hace falta en el viaje. Cálido al hablar, nunca le falta una palabra de aliento, ni una sonrisa. Mucho menos una bebida espirituosa para levantar el ánimo de la tropa.
En cada oportunidad, se toma y se carga toda el agua que se puede, como en Las Vegas de Gallardo –un oasis en el mar de piedra- o en los repetidos cruces con el río de los Patos. También se come cada vez que se puede. Fundamentalmente, guisos -en todas sus variedades-, frutos secos y sopaipilla (tortas fritas). Y sí o sí se respeta la altura, evitando correr o hacer cualquier esfuerzo brusco para no caer noqueado.
Las mulas tienen una ventaja fundamental que las diferencia de los caballos: privilegian su criterio por sobre el del jinete. Uno toma las riendas, pero es ella la que decide dónde pisar y por dónde ir. El animal lo dejó claro al segundo día, en el punto más alto de la ruta: la cumbre del Espinacito, a más de 4500 metros. Aquí, como todo es cornisa, la única opción es cerrar los ojos y confiar. Seguramente, lo mismo hicieron los hombres del Ejército de Los Andes al inaugurar esa ruta.
El ejército de ellos estaba formado, en su mayoría, por esclavos, recientemente liberados, con insuficiente abrigo y armamento. El historiador Edgardo Mendoza, que nos acompaña en la travesía, dice: “pensar en ese momento en cruzar los Andes es equivalente a pensar ahora en ir a Marte”.
El cuarto día de cabalgata es el último tramo, el más corto. No presenta mayores dificultades. Al llegar al límite con Chile, nos encontramos con los bustos de bronce de San Martín y el líder chileno Bernardo O’Higgins, donde unieron fuerzas para librar pelea contra las tropas que respondían a la monarquía española.
Aquí, nos cruzamos con otro grupo de expedicionarios provenientes de Chile. Brindamos con vino y pisco. Ahora, ya toca emprender la vuelta: nos esperan dos días para desandar nuestra marcha.
Desde ese punto del que nos alejamos, a los héroes de 1817, todavía les quedaba pelear –y ganar- la primera de muchas batallas para liberar a Chile y más adelante, a Perú. Muchos de los que marcharon bajo el mando del Libertador sabían que no iban a llegar. Si no los mataba el hambre o el frío, seguramente lo haría el fuego de la batalla contra un ejército desigual. Sin embargo, inauguraron esa huella, inmensa, inabarcable, que descubro que es imposible de imitar. Para nosotros es curiosidad, homenaje, aventura. Pero a ellos se les fue la vida en eso.
«Compañeros del Ejército de los Andes, la guerra se la tenemos que hacer como podamos: si no tenemos dinero; carne y tabaco no nos tiene que faltar. Cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con la bayetilla que nos tejan nuestras mujeres y sino andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios. Seamos libres y lo demás no importa«, José de San Martín.EN PRIMERA PERSONA