Era noche de navidad y la mesa estaba reluciente: mi mamá se encargaba de desempolvar los posa platos de acero inoxidable que sólo usaba en ocasiones especiales. Por más que fuéramos las quince personas de siempre, delante de cada asiento, ella colocaba un papel impreso en computadora con nuestros nombres para que respetáramos nuestros lugares. Los centros de mesa eran estrellas federales plásticas o esferas de vidrio colmadas de hielos y cerezas frescas.
No éramos una familia tradicional de clase media argentina muy numerosa. Pero mientras no lloviera, en el parque de la casa de Castelar, armaban dos mesas largas. A falta de la segunda, mi papá improvisaba una: sacaba la puerta de madera de uno de los cuartos para que, como un verdadero milagro navideño y gracias a dos caballetes, se convirtiera en mesa.
Esa noche en especial, la de mi recuerdo de niña de 13 años, estábamos en el medio del parque, comiendo ensalada rusa, panqueques fríos en forma de torre, Vitel Toné y la clásica pavita con pasas que preparaba mi tía. Mis tres primos, mi hermano y yo tomábamos Coca Cola, los grandes, vino. Mica, la perra Fox Terrier mediana, daba vueltas alrededor. Seguramente yo estaba feliz, viviendo esa felicidad plena e inocente que traían esas fechas.
Nunca fui una fanática de los fuegos artificiales: a mis 6 años, un primo lejano, que sólo veía para año nuevo, haciendo formas en el aire con una estrellita que parecía su varita mágica, me quemó una axila. El ardor aún queda como una memoria en mi cuerpo. Se escucharon gritos y una señora que estaba en la fiesta, pero que no era mi abuela -aunque tenía la edad de serlo- sacó un spray de su cartera, me lo echó en la herida y como si se tratara de un truco de magia, me curó al instante. Lo juro.
Esta noche (la de la felicidad pura, la de la puerta como mesa) ya habíamos terminado de cenar. Estábamos en ese preciso momento efímero y a la vez eterno, que suele ser entre el fin de la cena y las doce: esa hora en que el cielo se llena de luces de colores, un hombre con una barba blanca extraña reparte regalos y las tías lloran.
Para aminorar la espera, mi papá, tampoco amante de la pirotecnia, pero que una torta de mil tiros o dos cañitas voladoras siempre compraba, no hizo la excepción y armó el dispositivo en el fondo de casa, delante de la mesa.
Mi hermano, mis primos, mis abuelos, mis abuelas, mis tíos, mis tías, mi mamá, mi papá, mirábamos para arriba el ritual luminoso previo a las doce. La perra ya estaba escondida en el baño. Los destellos de colores escupían el cielo, brillaban cerca de las estrellas. Todo era luz, hasta que se volvió negro. El show terminó demasiado rápido o mejor dicho recién comenzaba. Los tiros ya no se dirigían al cielo, sino que se revelaban y venían directamente hacia nuestros cuerpos.
Nunca había estado en una situación bélica, hasta ahora: los tiros explotaban justo detrás de nuestros pies. Con mis primos, corrimos lo más rápido que pudimos hacia la casa, esquivando el castaño del parque y la mesa.
Imaginé que así se debía sentir estar en un bombardeo. Hecho que mi bisabuelo si vivió en la segunda guerra. A nosotros nos tocó correr en el fondo de casa, desesperados, tratando de salvar nuestras vidas. Todos, salvo mi abuelo Víctor. El, sentado frente al tablón, jamás se levantó y eso que uno de los tiros le pegó en su panza redonda. Su firmeza y redondez estomacal hicieron que ese tiro rebotara y fuera a parar a la puerta hecha mesa.
Afortunadamente, el incidente sólo dejó dos secuelas: un agujero (del tamaño de un plato hondo) en la puerta-mesa y una historia que en las cenas de Navidad alguien recuerda.