No sé si puedo medir de alguna manera la cantidad de dolor que tuve, tampoco creo que sea necesario. Sí sé que fue mucho. La cantidad de dolor, que me produjo los múltiples daños que recibí en mi infancia, fue tanta, tan desmesurada, que en un momento no pude soportar más y dejé de estar conectada con lo que sentía. No creo que haya sido en un momento exacto. Fue paulatino. Progresivamente, mi autopercepción se fue anulando, a medida que la dimensión del dolor se hacía inaguantable.
Ahora puedo recordar todo el proceso y sé que es lógico. Lo acepto. Entiendo que fue una manera de sobrevivir y puedo disfrutar de mis sensaciones, emociones, sentimientos, percepciones.
Pero hubo un momento en que estaba tan anulada, que no sólo no recordaba haber sido violada, golpeada, torturada, sino que prácticamente no sentía…o no percibía lo que sentía. Incluso a veces sentía cosas, pero no sabía identificarlas.
¡La sed, el hambre, el cansancio, la sorpresa, la alegría, ni qué hablar de la delicadeza!
Sólo llegaba a poder percibir emociones, sensaciones, sentimientos cuando eran muy fuertes, muy intensos, como un extremo cansancio, vomitar intensamente, el odio profundo, situaciones muy peligrosas o estresantes.
Si no era extremo, no lo percibía…»sentía» que estaba como muerta.
¿Y el dolor, y la angustia, y llorar?
Todo eso se encontraba bajo muchas capas de aguantar, de soportar, de callar, de tragar.
El camino natural de sentir cualquier dolor, de poder identificar dónde lo siento, de poder expresarlo quejándome, de llorar, de decir “me duele”…ese camino estaba todo bloqueado. Ni siquiera sabía que no percibía lo que sentía o que había un camino. Estaba desencontrada de mi misma.
¡Y mi mente tan enmarañada, que tampoco era algo de lo que me preocupara, apenas podía recordar el día anterior! ¡O el número de teléfono que acababan de dictarme! ¿Cómo podía percibir que estaba hundida en el desequilibrio y el naufragio del estrés post traumático?
Pero los seres humanos tenemos una sabiduría interior que supera nuestras circunstancias. Algo, dentro mío, hacía ruido, sabía que de algo me había olvidado, que algo no estaba bien, que algo me faltaba. Lo sabía y lo miraba de reojo. Era una presencia constante, como un fantasma que se materializaba en las cosas que escribía, o que pintaba…o en esas lágrimas cargadas de angustia que lloraba de golpe viendo una película.
Cuando empecé a conectar de nuevo conmigo, todas las emociones contenidas por años, todo el dolor, toda la angustia, toda la bronca, toda la incomprensión, la perplejidad, todo se desbordó y me rebalsó. Sabía, lo sabía, en algún lugar. A eso le temí tantos años. A sentir.
¿Cuánto sufrimiento puede tener dentro una persona violada por su padre y su madre? Un sufrimiento capaz de hundir cualquier barco. Yo no quería sentir, porque no quería hundirme, no quería morirme. Pero el día que me di cuenta que sin sentir ya estaba como muerta…decidí correr el riesgo.
Lo que encontré fue terrible, proporcional al inmenso bloqueo que tenía.
Hubo muchos momentos en que pensé que no iba a resistirlo. Que la oleada de emociones tan intensas, tan avasallantes, de recuerdos tan duros, tan nefastos, que me dejaban tirada en la cama, acurrucada, llorando como una cachorrita herida, me iban a destrozar. Gritando y chillando como una beba, totalmente indefensa. Pensé…que no iba a sobrevivir. Hasta que asumí que, en realidad, ya había sobrevivido.
Y cuando esa tormenta pasaba, se despejaba el cielo, salía el sol y me encontraba parada en medio de la tierra, agotada, consciente, real. Como dice una canción que escribí: “Los pájaros cantan después de llover y siempre vuelvo a estar de pie…”
Hoy miro todos esos años y me siento orgullosa de mi esfuerzo y mi logro, también me agradezco haber realizado ese duro trabajo. Porque gracias a ese reencuentro con el dolor, hoy soy feliz.
Y pude equilibrar mis emociones.
Puedo reírme, llorar, quejarme, enojarme, percibir el sueño, el hambre, el cansancio y, sobre todo, amar a mi hija y darle caricias con una ternura, con una delicadeza, con un amor tan grande, tan intenso, como el dolor que me atreví a sentir y dejar ir.
Dejé de avergonzarme de quien soy, de que me guste mucho bailar y cantar, de que ame el blanco, el rosa, el amarillo y el violeta, de que me gusten las mariposas y los corazones y correr cuando llueve. Dejé de avergonzarme de que me encante investigar y leer, que adoro escribir y admiro mi inteligencia. Dejé de avergonzarme de las partes de mi cuerpo que antes me daban vergüenza, para amarlas.
Dejé de temer a la mirada ajena. Dejé de ocultar que soy fuerte y valiente, que no me gusta cocinar seguido, ni limpiar, ni ordenar y que me gusta arreglar las cosas de mi casa y usar la agujereadora.
Empecé a sentirme orgullosa de mis logros y capacidades y a trabajar en las cosas que siento y pienso que me hacen mal o pueden hacerle mal a otres. Empecé a ver de frente mis cosas malas y dejar de justificarlas. Dejé de pensar que no tenía cosas buenas, o que todo era bueno, o que no tenía cosas malas, o que era todo malo, para aceptarme como soy.
Soy un peculiar entramado de muchas cosas.
Como todes.
Esta crónica es un extracto del libro El abrazo conjunto.