Confesiones de una celíaca

Sábado por la noche, clima primaveral. Un local de comidas rápidas fue el lugar elegido para cenar con amigas, antes de ir a tomar un trago a un bar. Esa noche, se sumó al grupo frecuente una nueva integrante: Carla, una chica simpática que no paraba de hablar y sonreír. Alegría, era una de las mías.

Después de hacer el pedido, la amable empleada nos entregó los menús. Algo me llamó la atención: una fuente de ensalada relucía entre sobres de papas fritas y hamburguesas de dos o tres pisos.

— ¿Quién pidió una ensalada? -pregunté con algo de sarcasmo. No entendía por qué alguien podía pedir ese plato, habiendo tanta comida “rica y grasosa”.   

—Fui yo -respondió la nueva integrante, sin perder la sonrisa- No puedo comer hamburguesa porque tiene pan y soy celíaca. Los celíacos no podemos comer harina.

Mis ojos se desorbitaron, no entendía mucho. Solo atiné a decir, mientras llevaba mis manos hacia mis cachetes y zarandeaba la cabeza de lado a lado:

— Yo me muero si no puedo comer harinas.

Luego, ella me explicó los celíacos deben llevar -de por vida- una dieta libre de cuatro tipos de cereales: Trigo, Avena, Cebada y Centeno. De allí, la famosa sigla Sin TACC.

Y que las personas que padecen esta condición no pueden consumir gluten porque daña su intestino delgado. A tal punto que destruye gradualmente las vellosidades encargadas de la absorción de nutrientes fundamentales para tener un buen estado de salud.

Al tiempo, me informaría un poco más y descubriría que en Argentina uno de cada cien argentinos podría ser celíaco.

                                                                        ***

No rezongo. No estoy molesta. No me fastidio. Dos años después de esa cita en el local de comidas rápidas, empecé el tratamiento. Era el año 2012. Hacía un tiempo ya que me venía embadurnando la cara con diferentes cremas, y una base final, para que los granitos de mi rostro pasaran un poco desapercibidos y dejara de “asustar” a las personas.

Después de visitar ocho dermatólogos y que ninguno haya podido dar con el tratamiento para combatir la dermatitis de mi cara, el noveno parecía ser el vencido. Al menos, por momentos, con este médico, la piel de mi rostro se volvía a asemejar a la piel blanca aporcelanada de mi abuela Ángela.

Durante estos años, además de muchas lociones, descubrí que la gente que sentía aprecio –o no- por mí se preocupaba mucho porque me viera bien estéticamente.

Recuerdo algunas escenas, como cuando un cliente de la confitería en la que trabajé durante 12 años me dijo:

— ¡Ay, cómo tenés la cara. Seguro que los chicos te miran y salen corriendo!

Me reí mucho ante esa afirmación. Lo dijo convencido, sacudiendo las manos y moviendo la cabeza… Sin embargo, eso no era nada comparado a todo lo que me sugerían los “especialistas” diarios.

Los consejos eran variados: desde colocarme hojas de diferentes plantas en la cara, hasta orina de algún animal. Igual, yo seguía a rajatabla los consejos de mi dermatólogo, hasta que un día me atendió otra doctora.

—Hola, ¿Cuál es tu consulta? –me pregunta la nueva médica.

—Hola, ¿Le pasó algo al doctor? -le contesto a la mujer, que daba la sensación de estar apurada.

—Falleció.

La dermatóloga no me dio ni tiempo de procesar la muerte, que siguió  con su pregunta: ¿Cuál es tu consulta?

—Me atendía con el doctor porque tengo rosácea. Me recetaba cremas y en algunas oportunidades una inyección.

—Me podrías mostrar los estudios –dice y se acomoda los anteojos.

— ¿Qué estudios? –pregunto.

— ¿Cómo determinó el doctor que padeces rosácea? –me interpela.

Me quedo callada, frunzo los labios, abro los ojos y levanto los hombros. La realidad es que no sé qué decir. La dermatóloga sacude la cabeza y comienza a escribir. Al finalizar, pispeo y noto que son más de siete estudios los que deberé realizarme en las próximas semanas. A los días, saco turnos con todos los especialistas y empiezo la maratón de exámenes médicos.

                                                                        ***

Llegó mi juicio final.

La noche anterior, no pude pegar un ojo. Ya tenía mis análisis de sangre pero lo que seguía iba a ser más determinante: me iba a someter a una endoscopia por primera vez.

El día “D” me presenté muy temprano en uno de los pabellones del Hospital Álvarez, en Ciudad de Buenos Aires. Tenía un formulario que me habilitaba a realizar el estudio con sedación, como me lo había recomendado mi mamá. No por lo doloroso sino por lo incómodo del proceso que constaba de la introducción de una sonda fina, por mi boca, que en la punta tenía una cámara que permitió ver mi esófago, estómago y la primera parte de mi intestino delgado.

Al despertar de la anestesia, sentí que había dormido cinco minutos, pero en realidad habían sido treinta. Mientras me reincorporaba, la reconocí a mi mamá. Estaba muy cerquita mio, acariciándome el pelo, como cuando era una niña.

Después de un mes, le llevé los resultados al gastroenterólogo y me lo confirmó:

—Sos celíaca. Ahora vas a tener que empezar una dieta libre de gluten.

-Una vida- sin gluten.

                                                                     ***

Me sentí rara, pero no triste. Mis días no volverían a ser iguales en absoluto. Trabajar en una panadería y ser celíaca era una combinación de lo más extraña. A mis 27 años, dejé de entrar a la cocina de mi trabajo, y comer medialunas y biscochitos de grasa en los tiempos libres, para empezar a buscar dietéticas.

Encontrar algún comercio con productos para celíacos, es como estar en Disney. Llegar a un restaurant con platos aptos para compartir con amigas, el paraíso. Y comer un pan “apto” crujiente, la gloria. Además, que tu familia se haya adaptado a los cambios y que, muchas veces, hasta cocine comida sin gluten para todos por precaución de no contaminar tus alimentos, amor puro.

Con quien tengo que tener cuidado es con los invitados o desprevenidos que me rodean. Tanto cuando vienen a comer a casa como cuando me invitan a la suya: que los cubiertos no se contaminen, que las migas de pan no vuelen, que los productos tenga el logo que identifica a los productos Sin TACC. Tal vez se vuelve tedioso, pero no queda otra que preguntar.

—Cyn, ¿querés un mate? –dice el novio de una amiga mientras acomoda los artículos de su comercio.

— ¿Qué marca es la yerba? –pregunto.

— Me mira fijo, mueve la cabeza y nombra un producto de segunda marca.

— El producto no es apto –suspiro…  Después, me río. No entendió nada…

Y una vez más, le explico la importancia de que el producto tenga el logo del trigo tachado por el daño que me puede provocar en mi intestino comer alimentos con gluten. Y una vez más, me quedo sin tomar mate.

Sé que son muchas las situaciones que tuve que cambiar para empezar a sentirme y verme mejor. Pero no es tan grave. Mi rostro y los dolores de panza, que durante años resté importancia, mejoraron. Al fin y al cabo, vivir sin TACC no es el fin del mundo. Lo compruebo a diario, y ya no me agarro la cabeza.

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