Bueno, me robaron el celular. Por suerte, fue sólo eso. No me pasó nada, no me robaron nada más. Casi ni cuenta me di en realidad: un hombre lo sacó de mi cartera y ya. Lloré un poquito, eso sí. No por las fotos o contactos -porque sabía que estaban en “la nube”, que a esta altura debe ser como un chaparrón-, sino porque tenía uno textos que había acabado de escribir.
—Te viene bien para practicar el desapego -me dice una amiga, instructora de yoga y experta en robos.
Su consejo me gusta: me tomo el hecho de estar sin celular como un experimento social e individual… me lo tomo con calma…
Cierra la pantalla, abre la medalla…
Es como una liberación: ya no tengo que convivir con el temor de que me lo roben, ni con los mensajes a toda hora. Ahora puedo caminar por la calle, con el cuello en alto y mirar el cielo.
Recuerdo a los menonitas, esas comunidades cristianas que rechazan las nuevas tecnologías y la electricidad. En realidad, mil millones de personas en el mundo no tienen acceso a la electricidad, pero bueno, ellos lo hacen por elección. Y yo en este caso, casi que también…
Los celulares hace quince años que se empezaron a masificar… hasta llegar a hoy en el que funcionan como nuestros marcapasos: son los objetos que más tiempo tenemos, durante el día, en nuestras manos… para trabajar, para hablar, pero también para evadirnos de todo… Las stories de Instagram pegan como el Poxiran…
¿Pero qué pasa si no tenemos celular? ¿Eso nos aisla del mundo? Me pregunto de qué vive ahora la gente que antes se dedicaba a imprimir los mapas de las calles o fabricar relojes despertadores…Me pregunto qué pasa si en vez de conectar con gente desconocida en internet conectamos con nosotrxs mismxs…
No me vendría mal meditar y cumplir con esa promesa que me vengo haciendo hace meses: no mirar el celular antes de irme a dormir. Debo confesar que lo que más extraño son los posteos de Mia Astral. Se viene el eclipse en unos días y no sé si estoy preparada… Por lo pronto, aprovecho estos días de más silencio para poner en orden algunas cuestiones que vengo postergando hace rato.
A medida que pasan los días (CINCO), mis reflexiones se vuelven más profundas… Tener tanta facilidad en la comunicación continua nos hace comunicarnos de manera excesiva, quizás hasta innecesaria, sobre todo en los procesos: “aquí estoy, puerta, voy llegando, me fui“. Y pensaba que quizás los procesos no está mal que sean en la intimidad… para adentro… Y que la comunicación sea valorada, fluida… y no un descontrol, un derroche de energía…
A todo esto, resulta que el correo jamás entregó mi chip y tuve que ir a buscarlo al local de la compañía de celulares, en medio de un día lluvioso: debe ser por “las nubes” repletas de datos…
Hace tiempo que no entro a uno de esos locales: resuelvo lo que más puedo por teléfono. Me siento como en un banco: mostradores, cajas, filas, números, espera. Aguardo mi turno y me pregunto ¿Cuándo las compañías de celulares se convirtieron en el centro del mundo? ¿Cuánto facturan? Un portal de noticias económicas dice que de las ocho empresas más grandes del mundo, siete están relacionadas con la tecnología y tienen un valor aproximado de 700.000 millones de euros… Un vuelto…
En fin, llega mi turno y me entregan el tan ansiado chip. Quiero configurar el teléfono, pero resulta que en el local no hay Wifi. Es decir… en el centro del mundo de la comunicación móvil no hay wifi. Claro… no deben tener plata…
Cuando llego a casa, se lo instalo a un celular de repuesto que me prestó mi hermano. Mis apps no están. Las pocas que hay están desordenadas, en sintonía a como me vengo sintiendo yo estos días… ¿Cómo es posible que tener un fucking celular en orden me haga sentir que tengo TODO BAJO CONTROL?
Me voy a dar una vuelta para despejarme y aprovecho para ir a la verdulería. La señora que atiende me dice que las batatas de antes eran las mejores verduras. Ahora les corta las puntas que parecen de corcho.
— ¿Es que sabés que pasa? –me pregunta y yo le respondo con una cara como que me importa, pero por dentro mi mente sigue preocupada por el celular.
—Estamos contaminando la tierra y la verdura no es la misma.
Mientras habla, me sigue preocupando eso de que no tengo mis archivos.
—Y la Madre Tierra lo sabe. La tratamos mal con tanta contaminación y agrotóxicos. No hay tierra que aguante.
Ahora si la escucho. Uff… cómo nos anestesia el celular ¿no? Yo extrañando historia tras historia de Instagram, mientras la Pachamama me habla en la cara.
Y ni qué hablar del litio que se necesita para hacer la batería de los celulares: las mineras que explotan el negocio, por un lado, y lxs vecinxs, por otro, que luchan para que no exploten sus tierras. Y no es necesario que me vaya a África para verlo (ojo allí está la reserva de litio, oro gris como le llaman, más grande del mundo) aquí en Argentina, en la provincia de Córdoba, Las Rosas, sucede.
Al día siguiente, el celular prestado se me cae al suelo y se rompe. Vuelvo a ser parte del experimento. Ok, entendí: no miro para afuera, vuelvo a mirar para adentro.
Llega el día del eclipse solar. Dicen que es en cáncer, es decir, que afecta nuestro mundo emocional y mueve estructuras de base relacionadas con lo que conocemos como “hogar”.
Mientras tanto, chusmeo precios: los celulares valen lo mismo o más que una heladera, un lavarropas o un televisor, objetos que duran años… no como un móvil ¿Qué representa en nuestras vidas? ¿Por qué tanto valor? ¿Qué vacío viene a llenar?
Este experimento se está volviendo cada vez más intenso.
Al día siguiente del eclipse, tengo celular nuevo. Mis apps están en orden. Finalmente, pude recuperar todo. Pero aprovecho y borro cosas que no uso, me voy de grupos de WhatsApp en los que hace meses que no se habla. Borro contactos con los que ya no estoy en sintonía.
La desintoxicación hace su efecto.
Dicen que desechando cosas viejas hacemos lugar para lo nuevo y que el impulso de deshacerte de lo que ya no va te genera dos sensaciones: el duelo de lo viejo y la alegría de la nueva versión que va ganando espacio.
Resulta que ahora que tengo celular, se caen -a nivel mundial- las redes: no se pueden mandar audios, ni fotos…
Les avisé que se venía una tormenta con tantas nubes llenas de datos…
Le pregunto a mis contactos qué opinan: mi primo en Facebook me dice que las redes no nos hacen estar más comunicados, que volvamos al cara a cara. Una compañera de trabajo me habla de Mercurio retrógrado. Una amiga me dice que vayamos a tomar unos mates. Y gente que trabaja con las redes que siente alivio…
Como no quiero que mi celu nuevo se rompa, le hago caso a las señales y decido comprar uno de esos acrílicos que protegen las pantallas. La empleada del local, con tono venezolano, me ofrece tres opciones. Elijo la más barata y ya que estoy le pregunto a qué se dedicaba en Venezuela.
—Daba clases en una universidad.
—Guau ¿y de qué? –le pregunto, mientras le doy mi celular.
—Para docentes de formación inicial. Lo que aquí le dicen maestras jardineras.
—Ah ¿y no extrañás trabajar con nenes? –curioseo, al tiempo que le pasa un papel húmedo a la pantalla.
—Sí, pero pagan muy poco como niñera –dice, mientras le apoya un adhesivo que absorbe gotas.
— ¿Y acá no podés trabajar en jardines? – le pregunto, al pensar que mi celular está recibiendo el cariño que le pertenecía a un niño.
—-No, porque necesito el papel del secundario y en Venezuela hay retención de documentos. Y en Argentina para darme materias equivalente, me piden una firma en mi título de secundario que no tengo. Y yo hasta hice un posgrado allá. Así que ya estoy averiguando para ir a Chile.
— ¿Ahí no te lo piden? –pregunto, al mismo tiempo que ella le coloca el acrílico con mucho cuidado.
—No, ahí no se necesita. Seguro me vaya para allá.
Me devuelve el celular. Le agradezco, le pago y me voy del local muy tranquila…
El mundo ya está protegido y bajo control.