Infla el pecho y trata de concentrarse…
La veo desde la entrada, no quiero molestarla. Miro la mesa de saldos, siempre hay algo que vale la pena. Uno por cincuenta, dos por ochenta, tres por cien. Es una de esas librerías grandes de la Ciudad de Buenos Aires. De esas que han resistido a todo. Al avance de Internet, a los e-books. A las crisis, a los golpes. A los Golpes. Una de esas librerías en las que el tiempo se suspende, por los títulos, por las primeras ediciones y por las horas en las que uno puede perderse entre lecturas salteadas.
Me acerco, no quiero interrumpirla. Le pregunto por un libro que dejé reservado hace unos días. No le explico que no tenía plata en ese momento, que ahora no estoy mucho mejor, pero que no quiero perder la reserva. Deja el cartel. Deja el fibrón. Me saluda. Parece estar resfriada, tiene los ojos brillosos y guarda un pedazo de papel higiénico en una de las mangas del suéter a la altura de la muñeca. Se mueve con una lentitud que parece no ajustarse a la premisa de “el cliente siempre tiene la razón” y cada vez que termina una frase aprieta los labios y levanta el mentón, un gesto que pareciera decir que ambos compartimos un mismo duelo
—¿Podrás esperar a mi compañera? Ella te hizo la reserva. Llega en un rato, fue a llevar unos pedidos. Podés tomar algo.
Corre unos libros y me libera una de las mesas. No tengo apuro, así que saco mi cuaderno y empiezo a diagramar la crónica. Le doy vueltas al tema. Le doy vueltas hace tiempo. Cómo entrarle a la cuestión. Trato de encontrar una escena, un disparador para el texto. Cómo contar la crisis, desde qué lugar: el derrumbe de los sueños, el inicio de la pesadilla. El hambre.
Desde la mesa, alcanzo a ver cómo la vendedora retoma su trabajo. Mide con una regla, hace algunos dibujos con lápiz y sigue con el fibrón. Se toma todo el tiempo del mundo. Pareciera no preocuparle que pueda entrar gente, que le está dando la espalda a los libros, como si de antemano supiera que nadie va a molestarla.
Repaso algunos datos de Argentina de la última semana. INDEC. En el primer semestre de 2019, la pobreza trepó al 35,4. La indigencia fue de 7,7 por ciento. Una cifra que alarma: 52,6 por ciento de las niñas y niños son pobres. Los números parecen seguir la tendencia inflacionaria (una de las más altas del mundo, integrando el selecto grupo con Venezuela, Zimbabue- que superan ampliamente a nuestro país- y Sudán del Sur, entre otros) y el valor del dólar. Pero la pobreza es el aumento que más preocupa, sobre todo si se tiene en cuenta que es la más alta desde la crisis del 2001.
Cómo trepa la pobreza, me pregunto. Dice el escritor Jorge Alemán que el mérito del neoliberalismo es crear nuevas subjetividades: nuevas formas de decir. ¿Nadie los empujó? ¿Cómo se cae en la pobreza? ¿Quién los empuja? ¿Una mano invisible? ¿La Mano Invisible? ¿Con qué hay que tropezarse? O con qué no…
Un título de un portal: “Cómo cambió la crisis el hábito de consumo de los argentinos”. No dice hambre. Dice cambio de hábitos. De a poco, con el correr de los años, el lenguaje se ha ido lavando. Y con ese lavado, se esfumaron algunas responsabilidades. “El Estado les da, el Estado les regala”, se escucha. ¿Y los derechos?
—Está un poco retrasada mi compañera, ponete cómodo- me invita la vendedora y me pregunta si quiero un café. Miro su taza, se lee: “Shakespeare not dead” y un dibujo que parece hecho por un chico mal dormido, que quería imitar la cara del escritor, pero con el pelo del economista argentino Dante Sica, con genuina técnica surrealista. Acepto.
En un vaso de plástico, desprovisto de cualquier personaje de la literatura clásica combinado con la estética de algún funcionario, me sirve un líquido de un color similar al café y de gusto ambiguo.
— ¿Edulcorante?
— Azúcar, es más rico y más barato- bromea (creo). Y aprieta la boca, en un gesto que bien puede ser una invitación a reírme, una forma de reforzar su afirmación o de que mi presencia le hinchó los ovarios.
Saco la computadora. Le pido la clave de wifi. Arruga la boca, otra vez. Me dice que no tienen internet, pero que la señal del bar de al lado es buena. Que llega bien, pero como ella está reproduciendo música con YouTube es un tema. Es un tema, dice y arruga todavía más la boca. Sería una pena matar el piano de Bill Evans. Pruebo la contraseña. Se conecta. Dos rayitas. A veces tres. Mejor que en casa, pienso, donde comparto el servicio con mi vecina. Recorro portales de noticias. Anoto algunos datos para la crónica.
Un informe del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), en conjunto con la Asociación Latinoamericana de Gerontología Comunitaria (ALGEC) y el Centro de Estudios Políticos para Personas Mayores (CEPPEMA), reveló que las jubilaciones, desde mayo de 2015 hasta septiembre de 2019, crecieron un 239 por ciento, en tanto que el incremento de los medicamentos alcanzó un 390 por ciento. “Lo más grave -plantea el análisis- es el aumento de medicamentos esenciales para enfermedades cardiovasculares, que han sufrido un ascenso sideral, como el Sintrom, cuyo incremento de precio (en el mismo período) fue de 1.050 por ciento”.
La puerta se abre de golpe. Entra un nene. No supera los seis años. A primera vista, parece gordo. Tiene alfileres de brazos, las piernas delgadas y una pelota por panza. En su mano mezcla, como si fuese un mazo de cartas, calendarios de santos, de cantantes y mujeres en bikini. A mí me toca una de Sergio Denis, aunque hubiese preferido la de Antonio Ríos. Te quiero tanto, se lee en letra cursiva de un rojo violento abajo de su rostro. Me pregunto de dónde las habrá sacado. La cara de Sergio me recuerda a Christine Lagarde. Cómo no se hizo un meme con la cara de Christine diciendo lo mucho que nos quiere, me pregunto.
—¿Tiene algo pa dá, señó? – le digo que no y me pregunto si acá tendría que escribir que sí, que le di un billete, algo para sentirme menos culpable. Le digo que no y hubiera querido explicarle que ya le di antes a otra chica en el tren, y a otra unas calles más atrás. Y en el subte. Pero qué carajo le importa, si ni siquiera se conocen.
—Disculpáme –le digo, como si valiera de algo.
—Diólobendiga… -responde.
Desde la caja, la chica continúa la escena en su mundo. Es una artista. Se para, pone los brazos en la cadera, como un signo de derrota o dedicación, destapa el fibrón, se lleva la tapa a la boca y sigue.
Le doy vueltas a la cuestión. Le doy vueltas hace tiempo. Cómo entrarle al tema. Trato de encontrar una escena, un disparador para el texto. Cómo contar la crisis, desde qué lugar. El derrumbe de los sueños, el inicio de la pesadilla. El hambre. Me concentro en la calle, paseo la vista por las vidrieras. Desde que bajé del subte, los carteles parecen palabras que forman una misma oración. Dos por uno, cerramos. Oraciones desperdigadas de un mismo párrafo. Nos vamos, liquidamos. Párrafos de una sola historia. Se alquila, se vende. Hace tiempo, tengo una sensación similar cada vez que escucho a mi entorno. En lugar de “se vende” o “se alquila”, las palabras que más escucho son “angustia” e “incertidumbre”. Por sobre todo “incertidumbre”. La crisis es un campo semántico minado con los peores signos.
Abro uno de los últimos archivos. Una entrevista que le hice a Horacio Burgos, del Sindicato de Trabajadores Pasivos. “La mayoría de los jubilados que cobra la mínima, hoy, ya no hace las cuatro comidas diarias”.
Incertidumbre.
Otro portal: “El gobierno negocia para congelar el precio de los medicamentos”. 29 de agosto.
Una entrevista que le hice hace pocos días a Mónica Roque, presidenta de la Asociación Latinoamericana de Gerontología Comunitaria (ALGEC): “Hay una escalada en la inflación de los medicamentos que no puede parar el gobierno. Tanto las cámaras farmacéuticas como los laboratorios plantean un hecho que es real: muchos medicamentos son importados y al variar el precio dólar, que se sigue disparando, es difícil congelar el valor. Y muchos medicamentos que son de fabricación nacional tienen su principio activo importado. Entonces, está relacionado el precio de los medicamentos a la volatilidad del dólar”.
Otro portal: “El gobierno confirmó que no ‘congelarán’ los precios de los medicamentos”. 25 de septiembre.
Angustia.
Googleo: “Jubilados + crisis”. Resultados: “La peor cara de la crisis: Una jubilada come una vez al día para llegar a fin de mes”. Otro: “Una jubilada quiso quitarse la vida en el subte porque ‘no le alcanza para comer’”. Fotos del 2001.
Las imágenes me recuerdan el 2001. Era casi un adolescente. En mi memoria quedaron fijadas las corridas, los saqueos. La amargura de ver a mi papá con la campera del trabajo en verano, tomando mate, porque eso era lo único que le quedaba del trabajo. La caja de herramientas sin herramientas. Hueca, vacía. Gris. Como los días. Como la campera de mi papá, como el color de su cara. Gris como el teléfono, ese que miraba con incertidumbre. Incertidumbre. Con angustia. Angustia. Esperando a que suene, que sea un trabajo. Que suene, por favor, que suene de una vez. Son curiosos los restos que se adhieren a la memoria.
Recuerdo a mi viejo yéndome a buscar a la escuela, conversando. Recuerdo algunos días con alegría por su presencia en horarios en los que no solía estar. Su mano despertándome, el mate cocido con pan y manteca, las aureolas de aceite cuando mojaba el pan. Chupaba mate todo el día y limpiaba la mesa con un trapo amarillo a cada rato. Aprendió a hacer churros, pero no los vendía. También hacía pan casero y pan dulce. Y todo eso entre trabajos temporales, explotando cada uno de sus oficios ¿cuántos oficios puede tener una persona? Varios. Electricista, foguista, tornero, mecánico. Muchos. Y todos, a su vez, en el mismo desempleado. Una vez, llegó de la calle hablando fuerte. Puteando. Estaba enojado. Mi vieja me contó que luego de pasar varias horas haciendo una larga fila para ingresar a una consultora, de esas que muchos años después fueron suplantadas por plataformas, lo recibió un tipo que le había querido cobrar diez pesos para “ubicarle mejor el currículum”. Tu papá lo quiso agarrar a trompadas, una mierda, el tipo. Así dijo mi mamá, una mierda. Y mientras, esperaba que el teléfono suene, que sea un trabajo, que suene, por favor, que suene de una vez.
Abro otro archivo, una entrevista que hice hace pocos días. Leo. Clara Razu, economista: “A diferencia de otras crisis, en esta hay una baja en el consumo de alimentos por el sensible aumento de la inflación”. Algunos economistas dicen que para determinar el precio del pan, hay que mirar a la Bolsa de Chicago; lo que habla de una economía fuertemente dolarizada. Los que más sienten las fluctuaciones son las mesas de los sectores populares. “Se ven afectados los productos de primera necesidad”.
La puerta se abre de golpe, otra vez. Una nena de diez o doce años. Tiene un buzo de Mickey con una oreja mocha y un mazo idéntico al que tenía el otro chico. Lo pasa de mano en mano. Enfila para mi mesa. Me adelanto, le muestro a Christine, que perdida entre los santos y los cantantes, puede pasar por la patrona de los buitres. Suelta una risa.
— ¿Para dónde se fue?
— ¿El chico?
—Mi hermano, sí.
—No sé. Se fue recién.
—Gracia, don.
Otro resultado: “El suicidio de un jubilado por la crisis desata la ira en Grecia”. La nota es del diario El País, del 5 de abril de 2012 y se lee en la bajada: “El hombre, un farmacéutico de 77 años acosado por las deudas, se pegó un tiro y culpó al Gobierno de su situación”. Para nosotros, los primeros ministros grecos cambiaron como figuritas, como nombres de pokemones: Papandreu, Papadimos, Pikramenos. Pero se pueden establecer, a pesar del idioma, de las formas, de las distancias, paralelismos: rescates, acreedores y receta a rajatabla. En el medio, la santa patrona de los fondos. La estampita de Christine.
Grecia recibió la “ayuda” del Fondo, de la Comisión Europea (CE) y del Banco Central Europeo (BCE) en 2010. En un primer momento, el objetivo era que regrese a los mercados en un plazo de dos años y que superara la crisis financiera en la que se ahogaba. Pero fueron varias las “ayudas” que recibió durante los ocho años, tres meses y 18 días que duró la “Troika”. El pasado 2 de mayo se cumplió el aniversario número nueve de su pacto. Se estima que, en todo ese tiempo, el rescate fue de 270.000 millones de euros, aunque algunos medios hablan de 300.000 millones. La “ayuda” no fue gratuita: las reformas (o recortes –decir para no decir-) se hicieron sentir en las jubilaciones, en la salud, en la educación, etcétera. Me pregunto cómo se dirá “se vende”, “se alquila”, en griego. O “dos por uno”. Cómo dirá “incertidumbre”, “angustia”.
—Muchacho, llegó mi compañera…
Guardo mis cosas, me acerco. Se disculpa por la demora. Le digo que no se haga problema, pero le pido que no me cobre el café. Toma mi reclamo como una broma y acepta. Me entrega el libro, finalmente. “Angustia”, de la socióloga y filósofa eslovena Renata Salecl. Lo abro. El perfume de los libros nuevos. Me pregunto qué es lo contrario a la angustia. ¿Euforia? ¿Alegría? ¿Qué las provocan? ¿El consumo? Leo la contratapa. “En los tiempos del capitalismo post industrial, estamos frente a una ideología que, por un lado, alienta constantemente la toma de riesgos y hace que muchos se sientan totalmente responsables de su propio bienestar, mientras que otros muchos se sienta cada vez más impotentes frente al deseo de tener un impacto en las sociedad que los rodea. Por desgracia, el aumento de la angustia contribuye al statu quo porque quienes están constantemente preocupados por su propia bienestar no suelen desafiar los mecanismos del poder”.
—¿Querés ver algo más? Mirá que nos vamos.
Miro la hora. Me parece temprano para terminar la jornada.
La puerta se abre de golpe, una vez más. Es el nene, que ahora pregunta por su hermana. Pienso en la crónica. Le doy vueltas a la cuestión. Le doy vueltas hace tiempo. Cómo entrarle al tema. Trato de encontrar una escena, un disparador para el texto. Cómo contar la crisis. O cómo no contarla. El derrumbe de los sueños, el inicio de la pesadilla. El hambre.
Antes de irme, observo a la chica del mostrador que se pone de pie, extiende el cartel y se lo muestra a su compañera, como una sorpresa que ya no sorprende, leo: “Liquidación por cierre”.