Tras las rejas

Celadora fue una de las primeras palabras de Andresito. La aprendió a decir antes que papá. Para él era natural que su mamá se quedara dentro de una habitación grande con muchas celdas, junto a sus tías, mientras todos los días lo llevaban al jardín. Para él era normal que antes de ir a dormir hicieran recuento. Pero lo que no sabía era que después de cumplir 5 años iba a tener que irse de su casa, y separarse de su familia.

En Argentina, hay más de cien niños menores de 5 años privados de la libertad, junto a sus madres, en cárceles que dependen del Servicio Penitenciario Federal y del Servicio Penitenciario Bonaerense. La gran mayoría se encuentran en Buenos Aires: en la Unidad 31 de Ezeiza y en la Unidad 33 de Los Hornos en La Plata.

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Me llevó mi mamá hasta la puerta del penal de La Plata. Ni bien entré, me contaron que ese día era feriado para el personal. Se celebraba el Día del Penitenciario. Había muy pocos empleados. Apenas pasaba los 20 años y poca idea tenía de varias cosas. Pero una tenía en claro: iba a entrar a una cárcel por primera vez y no quería hacerlo con las manos vacías. Llevaba ropa y juguetes para donar a cambio de volverme con historias. No sé si éticamente eso era correcto. Pero al tener la posibilidad de ingresar a un lugar del cual no todas íbamos a poder salir, algo quería dejarles.

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El complejo penitenciario es el principal del país en relación al alojamiento de madres procesadas: cuando fui se albergaban 73 niños. Entré directamente al pabellón de dos pisos para embarazadas y madres: paredes celestes, juguetes por el piso. Las puertas de las celdas desembocaban a un comedor comunitario, donde convivían más de 20 niñes, y a un patio interno con sube y bajas y una calesita, entre sogas con ropa recién lavada. Las celdas eran compartidas. En general, tenían pósters de santos colgados de sus paredes, una cuna y dos camas. Pequeñas cortinas le daban intimidad a las letrinas.

A determinada hora, casi siempre alrededor de las siete de la tarde, cuando cierran las puertas del patio, todos los chicos comienzan a gritar. No dicen nada. Son como gritos de desesperación, de pedido de libertad”, dijo Yamila, sentada en una mesa compartida del módulo, junto a su nena de 2 años.

La rutina de les niñes era, en general, dentro de ese espacio: vivían desde cumpleaños y bautismos, hasta motines. Los únicos momentos en los que salían era para ir al jardín o durante los paseos programados con familiares, que podían durar de 15 a 60 días.

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Una vez que llegan a los 5 años, deben abandonar el penal para quedar a cargo de familiares cercanos o institutos de menores. Medida regulada por el artículo 195 de la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de Libertad (Ley 24.660).

El desprendimiento de un hijo es el peor momento que puede vivir una madre –me dijo Erica de la Unidad 33, mientras mecía a su nena de 4 años en brazos- “no puedo creer que en unos meses ya no la voy a tener más”.

En ese momento, me quedé callada, no supe bien qué responder. En unos minutos, le daría parte de mis donaciones y me iría. Me devolverían el DNI que me habían retenido en la puerta, escucharía el cierre del portón de chapa y me subiría al auto de mi mamá. Iríamos a pasear por la plaza central de La Plata a respirar su aire -libre- y fresco. Pero en ese momento, me quedé callada, no supe bien qué responder.

Pasaron diez años desde ese encuentro, en el ínterin, realicé en una cárcel de Barcelona una práctica, fomentada por la Universidad, para brindar clases de apoyo escolar a detenidas de baja peligrosidad. Recuerdo ayudar a una colombiana, detenida por tráfico de drogas, a hacer una ecuación.

El tema de las matemáticas nunca fue lo mío. Siempre me llevé mejor con las palabras. Sin embargo, al volver, hoy, a pensar en esa madre hablando sobre el desprendimiento de su hijo, no sé bien qué responderle.

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