Una noche en el prostíbulo

La lamparita roja es la señal que buscaba. Unos diez metros de pasillo me separan de la puerta principal que tengo que atravesar para sumergirme en uno de los más de 8000 prostíbulos que funcionan en toda la provincia de Buenos Aires.

El aroma a sahumerio invade. Ser amiga de la recepcionista del lugar me garantiza la entrada y permanencia.

— ¿Vos venís a trabajar de señorita? — me pregunta una de las chicas, mientras me observa la vestimenta: pulóver, jeans y zapatillas. La miro con cara de asombro y le contesto que no.

Mi aliada le aclara que no soy una integrante más. Ideamos una excusa para que pudiera ingresar: que voy a ser su reemplazo el próximo fin de semana.

En la puerta nos recibe -como lo hace cada vez que suena el timbre y un cliente se dispone a ingresar- el encargado en custodiar el “boliche”: un hombre de 40 años, alto, corpulento y de traje.

Nos saluda, entramos y cierra la puerta con llave.

Más de 30 escalones hay que subir para conseguir “un pase” con alguna señorita. Las señoritas son las prostitutas. Ellas están ahí, a la espera de los clientes, tomando tereré. El pase es sinónimo de sexo.

El salón principal es grande, tiene 15 mesas redondas y 4 sillas en cada una de ellas que se distribuyen de manera circular. En el medio, hay una pista que es alumbrada por tres luces rojas y dos azules. A la izquierda, hay una barra que ofrece cerveza Quilmes, Freeze “azul” y vino tinto. En el pool, la ficha cuesta $20. Una fonola funciona con una ficha que vale $10. Al fondo, sobre la pared, un televisor sintoniza algún partido de fútbol.

La noche recién comienza. Cuatro de las treinta trabajadoras sexuales que tiene el local se están arreglando. Más de la mitad son extranjeras. Una joven paraguaya de 23 años, a quien llamaré Estrella, para preservar su identidad, se está colocando pestañas postizas. Una mujer de 35 nacida en República Dominicana se coloca crema en las piernas y brazos. Dos argentinas, que rondan los 25 años, desfilan, sobre tacos aguja, en corpiño e hilo dental. Ruegan que aparezca «alguien» así “zafan” la noche.

Una de las chicas detiene la música de la fonola, mientras otras se intercambian camisolines de encaje. Faltan pocos minutos para que lleguen los clientes: cuatro hombres que superan los 40 años y uno más que vino en una bicicleta destartalada.

El show comienza y varios de los espectadores quieren tirarse encima Estrella, que baila en el caño. Ella busca seducir a los hombres, pero nadie puede tocarla, ni tener sexo con ella. El de seguridad controla que nadie se acerque a ella. Se menea, pasa su lengua sobre el caño y se toca las tetas. Es rubia, flaca y tiene unas botas rojas que le tapan las rodillas. 

El show terminó. Los hombres les piden a las señoritas que les lleven cervezas. A partir de ese momento, la bebida que consuman les costará el doble porque ellas los acompañan. Ellas los tocan. Ellos se ríen y toman.

Uno de ellos quiere concretar un “pase”, cuyo valor varía según el tiempo. Media hora cuesta $200. Una hora, es decir dos “participaciones”, salen $330. «Participación» es sinónimo de eyaculación. Si llegara a hacerlo antes de que se acabe el turno, se termina el pase. No hay otra “participación” sino paga.

Noto que los ojos de Estrella ya están rojos, aunque su maquillaje está intacto y también sus pestañas postizas. Varias cervezas compartió en la mesa con el cliente y es hora de entrar a una de las siete habitaciones. Observo que todas tienen un rollo de cocina en la mesita de luz y un espejo.

—Cobrame un pase por media hora -le dice Estrella a la recepcionista y apoya sobre el mostrador $200.

—Tomá -la recepcionista le guiña un ojo y le acerca una “bolsita higiénica”, con un pedazo de papel, una toalla blanca y un preservativo.

Me intriga saber qué siente Estrella cada vez que se dispone a ingresar a uno de esos cuartos. Tengo que ser precavida, nadie puede enterarse que soy una infiltrada. No aguanto y le pregunto.

— ¿Estás bien? — la miro con cara de preocupación.

—Piensan que este trabajo es fácil y no es nada fácil, hay que estar. Te encontrás con cada uno. Yo quiero junta mi platita, así pago mis cuenta y me voy al Paraguay. Casi toda mi familia está allá -me contesta apresurada.

No lo dudo, el solo hecho de pensar en estar con un hombre tras otro me pone la piel de gallina. Más tarde, otras me dirán que están acostumbradas, que lo toman como un trabajo como cualquier otro.

Pero no.

Es el tercer negocio más rentable del mundo, tras el tráfico de armas y el narcotráfico. Este boliche recauda más de $200.000 mensuales. El 50% de las ganancias queda en mano de las señoritas, 10% es entregado a la policía, otro 10% va dirigido a la municipalidad y el resto lo embolsa la “madama” del lugar.

Una vez que termina la noche, les paga a las señoritas el 50% de todos los pases que realizaron. Al acabar el mes, les bonifican el presentismo: 10% más si no faltaron ningún día.

El lugar está habilitado por la municipalidad como bar. Todas las semanas la dueña del boliche debe entregarle al oficial de policía, el jefe de calle, $2500 para que lo deje funcionar y no lo clausuren. Si no arreglan, los pueden allanar. Aunque a muchos sólo los cierran por horas, para luego volver a abrirlo.

Ejercer la prostitución de manera voluntaria en un ámbito privado no es ilegal. Según la legislación argentina, es una actividad lícita, siempre y cuando no haya trata, ni explotación de personas y se ejerza en forma voluntaria.

Estrella se acerca a la recepción con 4 billetes de $100 arrugados.

—El viejo quiere un pase por una hora. Vamo a ve si aguanta. Por ahí me viene a contar los problemas que tiene con la mujer como el del otro día -larga una carcajada, mientras se acomoda las tetas en el corpiño.

El turno de la recepcionista se terminó. Es hora de irnos a casa. Ya no queda ningún cliente merodeando el boliche. Sólo algunas botellas vacías sobre la mesa. Abandono el lugar y a cada paso que doy pienso en ellas y en sus vidas. La lamparita roja continúa encendida.

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